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Munro Alice - El Progreso Del Amor

Munro Alice - El Progreso Del Amor

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Published by: Judith Alicia Gutiérrez Varela on Oct 12, 2013
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10/12/2013

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original

 
Una mujer divorciada regresa al hogar de su infancia y evoca la complejarelación de sus padres; un accidente casi fatal de un niño revela la fragilidad de laconfianza entre pequeños y mayores; un joven recuerda un terrible incidente de suinfancia que ha marcado la relación con su hermano... A través de los once relatosque componen este libro, y que sorprenden por condensar historias tan intensas yricas en tan pocas páginas, Alice Munro traza con precisión los asombrososuniversos íntimos de unos personajes que esconden sus más recónditos secretostras la máscara de la realidad cotidiana. Recuerdos del pasado, hechosaparentemente banales o acontecimientos inesperados sirven como detonantespara adentrarnos en las almas de los protagonistas de estos cuentos, mucho máspasionales, complejos ycontradictorios de lo que las apariencias dejan traslucir. El progreso del amor es unmagnífico tratado sobre las relaciones humanas que la maestría y la privilegiadacapacidad de observación de Alice Munro convierten en una joya literaria.
 
 
ALICE MUNRO
El Progreso del amor 
 
Traducción de Flora Casas
 
RBA
 
 
Título Original:
Progress of love
Traductor: Casas, Flora©1986, Munro, Alice©2012, RBAColección: NarrativasISBN: 9788490062364Generado con: QualityEbook v0.63
 
 
ALICE MUNRO
Nacida en Ontario, Canadá, en 1931, se ha convertido en una de las autorasmás respetadas de relatos breves. Hija de una familia de granjeros —aunque sumadre era maestra y la animó a escribir—, desde la adolescencia se consagró a supasión literaria. Madre de cuatro hijas, ha sido escritora-residente en dosuniversidades y ha vivido un tiempo en una granja con su segundo marido. Susrelatos aparecen en revistas tan prestigiosas como
The New Yorker
y
The ParisReviewantes
de reunirse en volúmenes. Sus narraciones, enmarcadas casi siempreen Ontario, destacan por un profundo conocimiento de la psicología humana,reflejada con un refinamiento muy matizado. Entre sus colecciones de cuentos cabedestacar, además de ésta,
Secretos a voces, El amor de una mujer generosa, Odio,amistad, noviazgo, amor, matrimonio, Escapada
y
La vista desde Castle Rock
. En 2009obtuvo el Man Booker International Prize por el conjunto de su obra, y su fama esinternacional.Alice Munro 
 
Para mi hermana, Sheila
 
 
EL PROGRESO DEL AMOR
Me llamaron por teléfono al trabajo, y era mi padre. Ocurrió poco despuésde mi divorcio, en las oficinas de la agencia inmobiliaria. Mis dos hijos estaban enel colegio. Era un día de septiembre bastante caluroso.Mi padre era muy educado, hasta con la familia. Tardó un rato enpreguntarme qué tal estaba. Modales de campesino. Incluso si alguien te telefoneapara decirte que tu casa está ardiendo, primero te pregunta qué tal te encuentras.—Bien —contesté—. ¿Y tú?—Pues no muy bien —replicó mi padre, con su tono característico, dedisculpa pero también de amor propio—. Me temo que tu madre se ha ido.Yo sabía que «se ha ido» significaba «ha muerto». Lo sabía, aunque duranteunos segundos vi a mi madre con su sombrero negro de paja bajando por elsendero. Las palabras
se ha ido
no parecían reflejar más que un profundo desahogoe incluso emoción, la emoción que se siente cuando se cierra una puerta y tu casavuelve a la normalidad y te sumerges en el espacio libre que te rodea. También ladenotaba la voz de mi padre, bajo el tono de disculpa, un sonido extraño como sicontuviera el aliento. Mi madre no había sido una carga —no estuvo enferma ni unsolo día—, y lejos de sentirse aliviado por su muerte, mi padre se lo tomó muy mal.No se acostumbraba a vivir solo, decía. Entró en el asilo del condado deNeerfield de buena gana.Me contó que había encontrado a mi madre en el sofá de la cocina al volvera mediodía. Ella había cogido unos tomates y los estaba colocando en el alféizar dela ventana para que madurasen; debió de sentirse mal y se acostó. Al decir aquellosu voz tembló —se quebró, como era de esperar—, De puro aturdimiento. Vimentalmente el sofá, la vieja colcha que lo protegía, justo debajo del teléfono.—Así que he pensado que debía llamarte —concluyó mi padre, y esperó aque le dijera qué tenía que hacer. Mi madre rezaba de rodillas a mediodía, por la noche y nada másdespertarse por la mañana. Cada día que se abría ante ella estaba destinado alcumplimiento de la voluntad de Dios. Todas las noches repasaba lo que había
 
hecho, dicho y pensado para comprobar si a Él le cuadraba bien la suma. La gentepiensa que esa clase de vida es monótona, pero es porque no la entienden. Paraempezar, semejante vida nunca puede resultar aburrida, y no te pasa nada de loque no saques algún provecho. Aunque te abrumen los problemas, estés enfermo yseas pobre y feo, te queda el alma, que conservas durante toda la vida como untesoro. Al subir a rezar después de comer, mi madre rebosaba de fuerza yesperanza y sonreía plácidamente.Se salvó en un campamento, a los catorce años. Ese fue el verano en quemurió su madre, mi abuela. Durante varios años mi madre asistió a reuniones conotras muchas personas que también habían sido salvadas, salvadas una y otra vez,antiguos pecadores conversos. Contaba anécdotas sobre lo que ocurría en aquellasreuniones, las canciones, los gritos, el desenfreno. Me contó que un día un ancianose levantó y chilló: «¡Baja, oh, Señor, baja hasta nosotros! ¡Baja por el tejado y yopagaré la reparación!».Había vuelto a la religión anglicana, muy en serio, cuando se casó. Teníaveinticinco años, y mi padre treinta y ocho. Una pareja simpática, altos los dos, buenos bailarines, buenos jugadores de cartas, muy sociables. Pero personas serias;así los definiría yo. Con una seriedad que ya apenas nadie mantiene. Mi padre noera religioso en el mismo sentido que mi madre. Era anglicano y conservador,porque así le habían educado. El fue el hijo que se quedó en la granja con suspadres para cuidarlos hasta que murieron. Conoció a mi madre, la esperó, secasaron; entonces se consideró afortunado por tener una familia para la quetrabajar. (Tengo dos hermanos, y una hermana que murió al poco de nacer.) Estoyconvencida de que mi padre no se acostó con ninguna mujer antes de mi madre, nitampoco con ella hasta que se casaron. Y tuvo que esperar, porque mi madre noquería casarse antes de haberle pagado a su padre hasta el último centavo quehabía gastado desde que muriera su madre. Llevaba la cuenta de todo —alojamiento, libros, ropa— para devolverlo. Cuando se casó, no tenía ahorrillos,como la mayoría de los maestros, ni ajuar, ni sábanas, ni vajilla. Mi padre solíadecir, con expresión sombría y jocosa, que él habría querido encontrar a una mujercon dinero en el banco. «Pero si aceptas el dinero del banco, también tienes queaceptar la suerte que lo acompaña, y a veces no es ninguna ganga», añadía.La casa en la que vivíamos tenía habitaciones grandes y altas, con persianasde color verde oscuro. Cuando estaban bajadas para protegernos del sol, megustaba mover la cabeza para ver los destellos de luz por los agujeros y las ranuras.Otra cosa que me gustaba mirar era las manchas de la chimenea, las antiguas y lasrecientes, que yo transformaba en animales, caras de personas, incluso ciudades
 
lejanas. Un día se lo conté a mis dos hijos, y su padre, Dan Casey, dijo: «Es quecomo los padres de vuestra madre eran tan pobres no podían comprar un televisor,así que tenían manchas en el techo. ¡Vuestra madre tenía que conformarse con verlas manchas del techo!». Le encantaba tomarme el pelo porque yo pensaba que lapobreza era algo estupendo. Cuando mi padre era muy viejo, comprendí que no le importaba tanto quela gente hiciera cosas nuevas —por ejemplo, que yo me divorciara— como quetuviera razones nuevas para hacerlas.Gracias a Dios nunca hubo necesidad de que se enterase de lo de la comuna.«Nunca fue esa la intención del Señor», decía. Sentado con los demásancianos en el asilo, en la galería alargada y oscura, insistía en que nunca fueintención del Señor que la gente corriera como loca por el campo en motocicletas ytrineos. Y en que tampoco era intención del Señor que las enfermeras llevaranpantalones de uniforme. A las enfermeras no les importaba. Le llamaban «guapo»y me decían que era un cielo, un verdadero caballero, muy religioso. Lesmaravillaba su abundante pelo negro, que conservó hasta su muerte. Se lo lavabany se lo peinaban de una forma muy bonita, ondulándoselo con los dedos.A veces, y a pesar de todos los cuidados que recibía, se sentía un poco triste.Quería irse a casa. Se preocupaba por las vacas, las vallas, por quién se levantaría aencender el fuego. Tuvo unos cuantos detalles crueles, pero muy pocos. En unaocasión me dirigió una mirada hostil y atravesada cuando entré a verle. Me dijo:—Me extraña que no se te hayan despellejado las rodillas.Yo me eché a reír y repliqué:—¿De qué? ¿De fregar suelos?—¡De rezar! —contestó con un bufido.No sabía con quién estaba hablando. No recuerdo a mi madre sino con el pelo blanco. Mi madre encaneció a losveintitantos años, y no le quedó un solo cabello de su antiguo color castaño. Yointenté muchas veces que me describiera el tono exacto.—Oscuro.
 
—¿Como el de Brent, o el de Dolly?Eran nuestros caballos, los que trabajaban en la granja.—No sé. No tenía pelo de caballo.—¿Era como el chocolate?—Algo parecido.—¿No te dio pena cuando se te puso blanco?—No, me alegré.—¿Por qué?—Me alegré de no tener el mismo color de pelo que mi padre.El odio es siempre un pecado, me repetía mi madre. Recuérdalo. Una solagota de odio en tu alma se extenderá por todas partes y lo destruirá todo, comouna gota de tinta en la leche blanca. Aquello se me quedó grabado y me habríagustado probarlo, pero sabía que no debía desperdiciar la leche.Todas estas cosas recuerdo. Todas las que sé, o que me han contado, sobrepersonas que ni siquiera he visto nunca. Me pusieron Euphemia, como la madrede mi madre. Un nombre espantoso, que hoy en día no le ponen a nadie. En casame llamaban Phemie, pero cuando empecé a trabajar, me puse Fame.[1] Mimarido, Dan Casey, también me llamaba Fame. Años más tarde, después dedivorciarme, salía bastante, y en el bar del hotel Shamrock un hombre me dijo undía:—Fame, hace tiempo que tenía ganas de preguntarte una cosa. ¿Por qué eresfamosa?—No lo sé —le contesté—. No lo sé, a menos que sea por perder el tiempocon imbéciles como tú.Después pensé en volver a cambiármelo, algo como Joan, pero a no ser queme fuera a vivir a otro sitio, ¿cómo hacerlo? En el verano de 1947, cuando tenía doce años, ayudé a mi madre aempapelar el dormitorio de abajo, la habitación que estaba vacía. Iba a venir devisita la hermana de mi madre, Beryl. Las dos llevaban varios años sin verse. Pocodespués de la muerte de su madre, su padre volvió a casarse. Se fue a vivir aMinneapolis, después a Seale, con su flamante esposa y su hija menor, Beryl. Mi
 
madre no quiso irse con ellos. Se quedó en Ramsay, donde habían vivido siempre,con unos vecinos que no tenían hijos. Beryl y ella se habían visto un par de vecesdesde que eran adultas. Beryl vivía en California.El papel tenía un dibujo de acianos sobre fondo blanco. Mi madre lo compróde oferta, porque era el final de un lote. Por eso se nos presentaron problemas a lahora de casar el dibujo, y detrás de la puerta tuvimos que ingeniárnoslas paraponer tiras y restos. Aún no había llegado la época del papel preengomado.Colocamos un tablero con caballetes en la sala, mezclamos el engrudo y loextendimos sobre el papel con grandes brochas, teniendo cuidado de no dejar bultos. Trabajábamos con el cristal de las ventanas subido, las persianas bajadas, lapuerta de la casa abierta y la puerta de tela metálica cerrada. El paisaje que se veíapor entre la red que formaba la tela metálica y el viejo cristal ondulado de laventana era cálido, cuajado de flores: zanahorias silvestres en los prados, algunossembrados teñidos de color crema por el alforfón que se cultivaba entonces. Mimadre cantaba. Cantaba una canción que, según decía, también cantaba su madrecuando Beryl y ella eran pequeñas. 
Cuando mi novio marctriste y sola me dejó. Ahora lloro noche y día,sin ninguna compañía.
 Yo estaba nerviosa porque iba a venir Beryl, una visita, y nada menos quedesde California. Además, porque había ido al pueblo a finales de junio para hacerlos exámenes de ingreso y esperaba enterarme pronto de que había aprobado consobresaliente. Los que terminaban octavo curso en las escuelas rurales tenían queir al pueblo a hacer ese examen. A mí me encantaba todo aquello: los crujientespliegos de papel, el silencio grave, el enorme edificio de piedra del instituto, conlas viejas iniciales grabadas en los pupitres, oscurecidas con el barniz. La primeraexplosión del verano, la luz verde y amarilla, los castaños como los de la ciudad, yla madreselva. Y solo era un pueblo, el lugar donde he pasado más de la mitad demi vida. Me maravillaba. Y también me maravillaba de mí misma: dibujaba mapascon facilidad y resolvía problemas, conocía montones de datos. Me creía muy lista,pero no lo era lo suficiente para comprender lo más sencillo. Ni siquiera entendíaque en mi caso los exámenes no representaban nada. Yo no iría al instituto.
 
¿Cómo? Era antes de que pusieran autobuses escolares; había que vivir en elpueblo. Mis padres no tenían dinero. Sobrevivían con cantidades muy pequeñas,como tantos agricultores en aquella época. Los pagos de la fábrica de queso eranprácticamente los únicos ingresos regulares. Y no pensaban que mi vida debieraseguir ese camino, el camino del instituto.Pensaban que me quedaría en casa para ayudar a mi madre, que quizátrabajaría ayudando a otras mujeres del vecindario que estuvieran enfermas o conhijos recién nacidos. Hasta el momento en que me casara. Esperaban a decírmelocuando me dieran los resultados de los exámenes.Lo lógico habría sido que mi madre hubiera opinado de otra forma, ya queella había sido maestra, pero decía que a Dios eso no le importaba. A Dios no leinteresa el trabajo que desempeñas ni la educación que recibes, me decía. No leimporta tres pepinos, y lo único que importa es lo que a Él le interesa.Fue la primera vez que comprendí que Dios podía convertirse en unenemigo real, no solamente en una pesadez o un enorme motivo decorativo. De pequeña mi madre se llamaba Mariea. Y así siguió llamándose,naturalmente, pero hasta que llegó Beryl no oí su nombre en boca de nadie. Mipadre decía siempre «madre». Yo tenía la infantil idea —sabía que era infantil— deque la palabra
madre
le pegaba más a la mía que a las demás. Madre, no mamá.Cuando estaba lejos de ella, no podía imaginar su cara, y eso me asustaba. En elcolegio —que estaba en una cuesta cerca de casa— a veces pensaba que si no podíarecordarla quizá se hubiera muerto. Pero la sentía cerca continuamente, y me latraían a la memoria las cosas más peregrinas: un piano, una barra de pan blanco.Ridículo, pero cierto.Para mí, Mariea ocupaba un lugar distinto, separado del cuerpo adulto demi madre. Mariea aún correteaba por Ramsay, a orillas del río Oawa. En aquelpueblo las calles estaban llenas de caballos y charcos, y oscurecidas por loshombres que abandonaban los bosques los fines de semana. Leñadores. Habíaonce hoteles en la calle mayor, donde los leñadores se alojaban y bebían.La casa en la que vivía Mariea estaba en mitad de una calle empinada quesubía desde el río. Era una casa doble, con dos ventanas saledizas en la fachadadelantera. En la otra mitad del edificio vivían los Sutcliffe, con los que se instalóMariea cuando murió su madre y su padre se marchó del pueblo. El señorSutcliffe era inglés, radiotelegrafista. Su mujer era alemana. Siempre hacía café en
 
vez de té, y también
strudel
. La masa colgaba de los bordes de la mesa como unpaño fino. A Mariea le parecía a veces un trozo de piel.La señora Sutcliffe fue quien convenció a la madre de Mariea de que no seahorcara.Mariea no tenía clase aquel día, porque era sábado. Se despertó tarde yoyó el silencio de la casa. Siempre le asustaba la casa silenciosa, y en cuanto abríala puerta al volver del colegio gritaba: «¡Mamá, mamá!». Muchos días la madre nocontestaba, pero estaba allí. Mariea oía aliviada el estrépito de la rejilla de lachimenea o el golpeteo intermitente de la plancha.Aquella mañana no oyó nada. Bajó y se preparó una rebanada de pan conmantequilla y melaza, doblada. Abrió la puerta del sótano y gritó. Entró en elsalón y se asomó a la ventana, mirando por entre los helechos. Vio a su hermanapequeña, Beryl, y a otros niños del vecindario rodando por el terraplén cubierto dehierba que bajaba hasta la acera. Se levantaban, subían a gatas hasta la cima yvolvían a rodar cuesta abajo.—¡Mamá! —gritó Mariea.Atravesó la casa y salió al patio. Era a finales de la primavera, un díanublado y cálido. En los huertos donde crecían las plantas la tierra estaba húmeday las hojas de los árboles parecían haber adquirido de repente el tamaño definitivo.Las gotas de agua que quedaban de la lluvia de la noche anterior resbalaban porellas.—¡Mamá! —grita Mariea bajo los árboles, bajo la cuerda de la ropa.En un extremo del patio hay un pequeño granero, en el que guardan la leña,herramientas y muebles viejos. Por la puerta abierta se ve una silla, una silla demadera de respaldo recto. Sobre la silla, Mariea ve los pies de su madre, loszapatos de cordones negros de su madre. Después el vestido que se pone paratrabajar en verano, de algodón estampado, el delantal, las mangas enrolladas. Los brazos blancos y relucientes de su madre, el cuello y la cara.Su madre estaba de pie sobre la silla y no contestó. No miró a Mariea;sonrió y dio unos golpecitos con el pie, como diciendo: «Bueno, aquí me tienes.¿Qué piensas hacer?». Algo tenía que andar mal, aparte del hecho de estar encimade una silla con una sonrisa extraña, forzada. De pie sobre una silla vieja a la que lefaltaban los barrotes del respaldo y que había arrastrado hasta el centro delgranero, donde bailaba sobre el suelo desigual. Tenía una sombra en el cuello.La sombra era una soga, un nudo corredizo al extremo de una soga
 
suspendida de una viga.—¡Mamá! —repite Mariea, más débilmente—. Mamá. Baja, por favor.Su voz es débil porque teme que si se pone a chillar su madre dará unasacudida, descenderá de la silla y dejará todo el peso del cuerpo colgando de lasoga. Pero aunque quisiera chillar, no podría. No le queda más que un lastimosohilo de voz, como cuando en un sueño te acomete un animal o una máquina.—Ve a buscar a tu padre.Eso fue lo que le dijo su madre, y Mariea obedeció. Con el temoragarrotándole las piernas, echó a correr. Iba en camisón, un sábado por la mañana.Pasó junto a Beryl y los demás niños, que seguían deslizándose por el terraplén.Corrió por la acera, que por entonces era de tablones, después por la calle sinasfaltar, llena de charcos de la noche anterior.La calle cruzaba las vías del tren. Al pie de la cuesta atravesaba la callemayor del pueblo. Entre esta y el río había varios almacenes y edificios depequeñas fábricas. Allí era donde tenía su taller de vehículos el padre de Mariea.Hacía carros, cochecitos de niño, trineos. El padre de Mariea había inventado untrineo para transportar troncos en el bosque, y se lo habían patentado. Acababa deempezar con el negocio en Ramsay. (Más tarde, en Estados Unidos, ganó muchodinero.) Un hombre aficionado a los bares de hotel, las barberías, las carreras decarros y las mujeres, pero sin miedo al trabajo; eso había que reconocerlo.Mariea no le encontró en su lugar de trabajo aquel día. El despacho estabavacío. Salió corriendo al patio donde trabajaban los obreros. Resbaló en el serrínrecién extendido. Los hombres se rieron y movieron la cabeza. No. No está en estemomento. No. ¿Por qué no vas a mirar más arriba? Espera un momento. ¿Nodeberías ponerte algo de ropa antes?No querían meterse con ella. No tuvieron el sentido común de comprenderque algo pasaba, pero Mariea no soportaba que los hombres se rieran. Habíasitios por los que detestaba pasar, por no hablar de entrar en ellos, y esa era larazón. Hombres riéndose. Por eso odiaba las barberías, su olor. (Cuando másadelante empezó a asistir a bailes con mi padre, le pedía que no se pusiera brillantina en el pelo, porque el olor se las recordaba.) Un grupo de hombres en lacalle, a la puerta de un hotel, le parecía a Mariea un cuajaron de veneno.Intentaba no oír lo que decían, pero sabía que era algo infame. Si no decían nada,se reían y de todos modos destilaban infamia —veneno—. Cuando se salvó por finpudo Mariea pasar a su lado como si nada. Armada por Dios, se metía entre ellos
 
y no se le pegaba nada, nada la quemaba; estaba a salvo, como Daniel.Se dio la vuelta y echó a correr, por el mismo camino por donde habíallegado. Cuesta arriba, corriendo para volver a casa. Pensaba que había cometidoun error al dejar sola a su madre. ¿Por qué le había ordenado que se fuera? ¿Paraqué quería a su padre? Posiblemente para recibirle con aquella visión, la de sucuerpo aún caliente balanceándose al extremo de una soga. Mariea deberíahaberse quedado, haberse quedado y persuadido a su madre de que no lo hiciera.Debería haber acudido a la señora Sutcliffe, o a cualquier vecino, en vez de perderasí el tiempo. No había pensado en quién podía ayudarla, quién habría dadosiquiera crédito a sus palabras. Estaba convencida de que todas las familias,excepto la suya, vivían en paz, de que las amenazas y las miserias no existían enotras casas, de que no tenían cabida en ellas.Un tren entraba en el pueblo. Mariea tuvo que esperar. Los viajeros lamiraron desde las ventanillas. Rompió a llorar ante todos aquellos desconocidos.Cuando hubo pasado el tren, siguió subiendo la cuesta: todo un espectáculo,despeinada, los pies descalzos y embarrados, en camisón, con la cara llena delágrimas, enloquecida. Al entrar precipitadamente en el patio de su casa, chillóante el granero.—¡Mamá! —aulló—. ¡Mamá!No había nadie. La silla seguía en el mismo sitio. La soga se balanceaba,colgada del respaldo. Mariea estaba segura de que su madre había seguidoadelante, hasta el final. Su madre estaba muerta; la habían descolgado y se lahabían llevado.Pero unas manos gruesas y cálidas se posaron en sus hombros, y la señoraSutcliffe dijo:—Vamos, Mariea, no grites. Mariea, hija, no llores. Ven adentro. Tumadre está bien, Mariea. Ven adentro y lo verás.La señora Sutcliffe, con su acento extranjero, dijo «Ma-riet-cha»,confiriéndole al nombre un sonido potente, importante. No pudo ser más amable.Cuando, más adelante, Mariea vivió con los Sutcliffe, la trataron como a una hija,y era una familia tan tranquila y agradable como ella suponía que eran todas lasdemás. Pero nunca se sintió hija suya.En la cocina de la señora Sutcliffe encontró a Beryl sentada en el suelo,comiendo una galleta de pasas y jugando con el gato blanquinegro, que se llamabaDickie. La madre de Mariea estaba sentada a la mesa, con una taza de café
 
delante.—Ha hecho una tontería —dijo la señora Sutcliffe.¿Se refería a la madre de Mariea o a Mariea? No tenía suficientevocabulario inglés para describir las cosas.La madre de Mariea se echó a reír y Mariea perdió el conocimiento. Sedesmayó, después de haber subido la cuesta a la carrera, berreando, en la mañanacálida y húmeda. Cuando recobró la conciencia estaba tomando café solo, dulce,que le daba la señora Sutcliffe con una cuchara. Beryl cogió a Dickie por las patasdelanteras y se lo ofreció como regalo para animarla. La madre de Mariea seguíasentada a la mesa. Tenía el corazón destrozado. Eso es lo que siempre le oía decir a mi madre.Era el fin. Con aquellas palabras quedó cerrada la historia, sellada para siempre.Yo jamás le pregunté: «¿Quién se lo había destrozado?». «¿Por qué destilabaveneno la conversación de los hombres?» «¿Qué significa la palabra
infame
La madre de Mariea se reía después de no haberse ahorcado. Llevaba un buen rato sentada a la mesa de la cocina de la señora de Sutcliffe, sin parar dereírse. Estaba destrozada.Yo siempre tenía la sensación de que algo se hinchaba tras la charla y lashistorias de mi madre. Como una nube a través de la cual no se ve nada ni sepuede llegar al fondo.Había una nube, un veneno, que impregnaba la vida de mi madre. Ycuando yo le causaba alguna pena, pasaba a formar parte de la nube. Entonces yogolpeaba la cabeza contra el estómago y el pecho de mi madre, contra su delanterafirme y erguida, rogándole que me perdonara. Mi madre me decía que se lopidiera a Dios. Pero no era con Dios, sino con mi madre con quien tenía quereconciliarme. Parecía como si supiera algo de mí, algo mucho peor que lasmentiras y los trucos y las mezquindades normales y corrientes; era una vergüenzarealmente deshonrosa. Golpeaba la delantera de mi madre para hacérselo olvidar.A mis hermanos no les preocupaba nada. Eso creo. A mí me parecían felicessalvajes, que correteaban libremente, sin mucho que aprender. Y cuando yo tuve amis dos hijos, ninguno de ellos niña, pensé que quizá cambiaría algo: las historias,las penas, los viejos rompecabezas que no se pueden evitar ni resolver. 
 
La tía Beryl dijo que no la llamáramos tía. «No estoy acostumbrada a ser latía de nadie, nena. Ni siquiera a ser madre. Yo soy solamente yo. LlamadmeBeryl.»Beryl empezó como taquígrafa y después montó una empresa demecanografiado y contabilidad, en la que trabajaban muchas chicas. Apareció conun amigo, el señor Florence. En su carta decía que iba a viajar con otra persona,pero no si tal persona se quedaría o se iría. Ni siquiera especificaba si se trataba deun hombre o una mujer.El señor Florence iba a quedarse. Era un hombre alto y delgado, de rostroalargado y bronceado, ojos de color muy vivo y una forma de torcer las comisurasde la boca que podía interpretarse como una sonrisa.Él fue quien durmió en la habitación que habíamos empapelado mi madre yyo, porque él era el desconocido y además un hombre. Beryl tuvo que dormirconmigo. Al principio pensamos que el señor Florence era muy grosero, porque noestaba acostumbrado a nuestra forma de hablar ni nosotros a la suya. La mañanadel primer día, mi padre le dijo:—Bueno, espero que haya dormido bien en esa vieja cama.(La cama del dormitorio libre era maravillosa, con una funda de plumascubriendo el colchón.) Eso debía darle pie al señor Florence para responder quenunca había dormido mejor.El señor Florence torció la boca.—He dormido fatal.Su sitio predilecto era el coche. Era un Chrysler azul real, de la primeraremesa que sacaron después de la guerra. Por dentro, la tapicería y las cubiertas detecho y suelo y el acolchado de las puertas eran de color gris perla. El señorFlorence era muy puntilloso con aquellos colores y te corregía si decíassimplemente «azul» o «gris».—Pues a mí me recuerda a la piel de un ratón —decía Beryl maliciosamente—. ¡Yo le repito que no es más que una piel de ratón!El coche estaba aparcado a un lado de la casa, bajo los algarrobos. El señorFlorence fumaba dentro, con las ventanillas subidas, rodeado de un intenso olor acoche nuevo.—Me parece que no estamos haciendo gran cosa para entretener a tu amigo—dijo mi madre.
 
—Yo no me preocuparía por él —replicó Beryl.Siempre hablaba del señor Florence como si hubiera alguna broma sobre supersona que únicamente ella entendía. Durante mucho tiempo pensé si tendríauna botella guardada en la guantera y tomaría un traguito de vez en cuando paraanimarse. Se dejaba el sombrero puesto.Beryl se divertía por los dos. En lugar de quedarse en casa y hablar con mimadre, como normalmente hacían las invitadas, pedía que le enseñaran todo loque había que ver en la granja. Decía que la acompañara yo y le explicara cosas yno la dejara caerse en los montones de estiércol.Yo no sabía qué enseñarle. La llevé al almacén de hielo, donde estabanenterradas las barras, del tamaño de un cajón de armario, o más grandes, bajo elserrín. Cada pocos días mi padre cortaba un trozo y lo llevaba a la cocina, y allí sederretía en una caja recubierta de estaño en la que se enfriaban la leche y lamantequilla.Beryl me dijo que no tenía ni idea de que el hielo se hiciera en trozos tangrandes. Parecía empeñada en encontrarlo todo raro, horrible o gracioso.—¿De dónde demonios sacáis esas barras tan grandes?Yo no sabía si se trataba de una broma.—Del lago —contesté.—¡Del lago! ¿Aquí hay lagos con hielo todo el verano?Le conté que mi padre arrancaba el hielo del lago en invierno, lo llevaba acasa y lo enterraba bajo el serrín, y que así no se derretía.Beryl exclamó:—¡Es increíble!—Bueno, se derrite un poco —repliqué.Beryl me decepcionó profundamente.—¡Increíble de verdad!Cuando iba a buscar las vacas, Beryl venía conmigo. Un espantapájaros conpantalones blancos (así la llamaría mi padre más adelante), con un sombrerotambién blanco atado bajo la barbilla, adornado con una ostentosa cinta roja. Sepintaba las uñas de manos y pies —llevaba sandalias— de un color a juego con lacinta. Llevaba las gafas de sol pequeñas que usaba la gente por entonces. (No la
 
gente que yo conocía; ellos no tenían gafas de sol.) Su boca era grande y roja, sereía a carcajadas, tenía el pelo de un color nada natural y un brillo muy fuerte,como de madera de cerezo. Era tan llamativa y deslumbrante, iba tan arreglada,que resultaba difícil distinguir si era guapa, o feliz o lo que fuera.No hablábamos mientras volvíamos con las vacas, porque Beryl se manteníaalejada de los animales e iba pendiente de dónde pisaba. Cuando las ataba alpesebre se acercaba más. Encendía un cigarrillo. Nadie fumaba en el establo. Mipadre y otros granjeros mascaban tabaco. Yo no encontraba la forma de pedirle aBeryl que mascara tabaco.—¿Sabes ordeñarlas o tiene que hacerlo tu padre? —me preguntó—. ¿Esdifícil?Saqué un poco de leche de la ubre de una vaca. Uno de los gatos se acercó yse quedó esperando. Le lancé un chorrito a la boca. El gato y yo estábamosluciéndonos.—¿No le haces daño? —preguntó Beryl—. Imagínate que fueras tú.Nunca se me había ocurrido pensar que la ubre de una vaca secorrespondiera con ninguna parte de mi cuerpo, y semejante indecencia meescandalizó. Aún más; jamás volví a agarrar una ubre cálida y llena de verrugascon tanta firmeza y seguridad. Beryl dormía con un camisón de rayón de color albaricoque con encaje decolor crudo. Tenía una bata a juego. Era tan puntillosa con la palabra
crudo
como elseñor Florence con el azul real y el gris perla.Yo conseguía desnudarme y ponerme el camisón sin que en ningúnmomento quedara al descubierto ninguna parte de mi cuerpo. Era bastantecomplicado. Me quedaba con las bragas y esperaba que Beryl hiciera lo propio. Laidea de compartir mi cama con una persona mayor era una tortura para mí. Pero alfinal conseguí ver el contenido de lo que Beryl llamaba su estuche de belleza.Había frascos de cristal pintados a mano llenos de bolas de algodón, polvos detalco, lociones lechosas, crema astringente. Tarritos de pintura de labios roja ymalva, muy grasienta. Lápices azules y negros. Limas, piedra pómez, esmalte deuñas con un asfixiante olor a plátano, polvos en una caja de celuloide en forma deconcha, con nombre de postre: «Delicia de albaricoque».Calenté agua en el fogón de carbón y petróleo que utilizábamos en verano.Beryl se frotó bien la cara y en ella se obró tal cambio que casi llegué a pensar que
 
habían quedado tiras de maquillaje en la palangana, como cuando empapamos yarrancamos el papel viejo de la pared. La piel de Beryl estaba pálida, cubierta definas grietas, como el barro brillante que se seca en el fondo de los charcos aprincipios de verano.—Fíjate en lo que le ha pasado a mi cara —dijo—. Por hacer régimen. Antespesaba setenta y siete kilos. Me los quité de encima demasiado deprisa y se mecayó la piel. Pero ahora uso esta crema. Tiene una fórmula secreta y no se compraen las tiendas. Huélela. ¿Ves? No huele a perfume. Tiene un olor serio.Se extendía la crema sobre la cara dándose golpecitos con un trozo dealgodón, hasta que no quedaba nada en la superficie.—Parece manteca de cerdo.—¡Maldita sea mi estampa! Espero no haber pagado tanto dinero paraponerme manteca en la cara. Oye, no le cuentes a tu madre que digo tacos.Echó agua en el vaso de lavarse los dientes y humedeció el peine, se peinó yretorció cada mechón con un dedo, sujetándoselo a la cabeza con dos horquillascruzadas. Yo haría lo mismo al cabo de dos años.—Cógete el pelo siempre húmedo. Si no, no sirve de nada —me dijo Beryl—. Y enróllatelo siempre por debajo aunque luego te lo levantes con los dedos.Así.Cuando me cogía el pelo —algo que hice durante años— a veces pensaba enlas palabras de Beryl, y en que, de todos los consejos que me había dado la gente,ése era el que más al pie de la letra seguía.Apagamos la lámpara y cuando nos metimos en la cama, Beryl dijo:—Nunca me había imaginado que pudiera ponerse tan oscuro. En mi vidahabía visto una oscuridad tan negra como esta.Hablaba en susurros. Tardé en comprender que estaba comparando lasnoches del campo con las de la ciudad, y me pregunté si la oscuridad del condadode Neerfield sería de verdad mayor que la de California.—Oye, nena —susurró Beryl—. ¿Hay animales fuera?—Vacas —contesté.—No, animales salvajes. ¿Hay osos?—Sí —contesté.
 
Mi padre había encontrado una vez huellas y excrementos de oso en el bosque y un manzano silvestre con todos los frutos arrancados. Ocurrió hace años,cuando mi padre era joven.Beryl soltó un gemido y una risita.—¿Te imaginas si el señor Florence tuviera que salir y se encontrara demanos a boca con el oso? Al día siguiente era domingo. Beryl y el señor Florence nos llevaron a mishermanos y a mí a la escuela dominical en el Chrysler. Eran las diez de la mañana.Regresaron a las once para llevar a mis padres a la iglesia.—Sube —me dijo Beryl—. Y vosotros también —dirigiéndose a los chicos—.Nos vamos de paseo.Beryl se había puesto un vestido de satén de color marfil, con lunares rojos yun volante también rojo alrededor de las caderas, y zapatos de tacón del mismocolor. El señor Florence llevaba un traje de verano azul claro.—¿Vosotros no vais a la iglesia? —pregunté.Según mi experiencia, para eso se arreglaba la gente. Beryl se echó a reír.—No es precisamente la religión lo que le gusta al señor Florence, nena.Yo estaba acostumbrada a salir de la escuela dominical e irme directamentea la iglesia, donde pasaba otra hora y media sentada. En verano entraban por lasventanas abiertas el olor a cedro del cementerio y de vez en cuando el ruido, casisacrílego, de un coche que iba como un rayo por la carretera. Aquel día pasamos elmismo tiempo paseando en coche por una zona que yo nunca había visto. Nuncala había visto, a pesar de que estaba a menos de treinta kilómetros de casa. En elcamión íbamos a la fábrica de queso, a la iglesia y al pueblo los sábados por lanoche. Lo más parecido a un paseo era cuando íbamos al vertedero. Yo había vistola parte más cercana a nosotros del lago Bell, porque allí cortaba mi padre el hieloen invierno. En verano no te podías ni acercar; las orillas estaban plagadas deespadañas. Yo pensaba que el otro extremo del lago sería muy parecido, perocuando llegamos allí vi casas, muelles y barcas, agua oscura en la que se reflejabanlos árboles. Tantas cosas, y yo sin saberlo. También aquello era el lago Bell. Mealegré de haberlo visto al fin, pero en cierto modo la sorpresa no me dio ningunasatisfacción.Por último apareció un edificio blanco con terrazas y macetas de flores, y
 
unos álamos rutilantes delante. El hotel Wildwood. Hoy en día este edificio estárecubierto de estuco y adornado con vigas de estilo Tudor y se llama Hideaway.Han talado los árboles para construir un aparcamiento.Cuando volvíamos a la iglesia para recoger a mis padres, el señor Florencegiró hacia la granja vecina a la nuestra, propiedad de los McAllister. LosMcAllister eran católicos. Las dos familias se llevaban bien, pero no teníanamistad.—Vamos, chicos, salid —les mandó Beryl a mis hermanos—. Tú no —medijo—. Tú te quedas.Llevó a los chicos hasta el porche, desde donde los observaban algunosmiembros de la familia McAllister. Llevaban los pingos de ropa de andar por casa,porque su iglesia, o la misa, o como se llamara, acababa temprano. La señoraMcAllister salió y se quedó escuchando, boquiabierta, la charla y la risa de Beryl.Beryl volvió al coche sola.—Ya está —dijo—. Van a jugar con los hijos de los vecinos.¿Jugar con los McAllister? Además de católicos, todos menos el pequeñoeran niñas.—Todavía llevan la ropa de los domingos —objeté.—¿Y qué? ¿No pueden divertirse con la ropa de los domingos? ¡Yo sí!A mis padres también los pilló por sorpresa. Beryl bajó del coche y le dijo ami padre que se sentara delante, porque tenía más sitio para las piernas. Ella secolocó detrás, con mi madre y conmigo. El señor Florence volvió a tomar lacarretera del lago Bell, y Beryl anunció que íbamos a comer al hotel Wildwood.—Como estáis todos arreglados, vamos a aprovecharlo —dijo—. Hemosdejado a los niños con vuestros vecinos. Yo pienso que son demasiado pequeñospara apreciarlo, y a los vecinos les encanta que vayan a su casa.Añadió con vehemencia que ellos invitaban. El señor Florence y ella.—Bueno —dijo mi padre. Seguramente no llevaba ni cinco dólares en el bolsillo—. Bueno, pero ¿dejarán entrar a los campesinos?Hizo varias bromas más por el estilo. En el comedor del hotel, todo blanco—manteles blancos, sillas pintadas de blanco, con las jarras de cristal rezumandogotas de agua y los ventiladores zumbando en el alto techo— cogió una servilletadel tamaño de un pañal y me dijo susurrante, aunque con voz bastante fuerte:
 
—¿Se puede saber para qué sirve esto? ¿Me lo pongo en la cabeza paraprotegerme de la corriente?Naturalmente, había comido en hoteles otras veces. Sabía cómo utilizar lasservilletas y los cubiertos. Y mi madre también; para empezar, ni siquiera eracampesina, aun así se trataba de un acontecimiento extraordinario. Noexactamente de un placer —como sin duda era la intención de Beryl—, pero sí deun acontecimiento extraordinario, emocionante. Comer en público, a pocoskilómetros de casa, en una habitación llena de gente desconocida, y con la comidaservida por una extraña, una chica con expresión cortante, que probablementeestudiaba en la universidad y trabajaba en verano.—Yo quiero pollo —dijo mi padre—. ¿Cuánto tiempo lo han dejado en lacazuela?Como bien sabía mi padre, es de buena educación bromear con las personasque te sirven.—¿Cómo dice? —preguntó la chica.—Pollo asado, si os parece bien a todos —intervino Beryl.El señor Florence tenía expresión sombría. Quizá no le gustaran las bromascuando era su dinero el que se gastaba. Quizá esperara algo más que agua fríapara llenar los vasos.La camarera puso en la mesa un plato con apio y aceitunas, y mi madre dijo:—Esperad un momento a que rece.Inclinó la cabeza y, en voz baja pero audible, murmuró: «Señor, bendice losalimentos que vamos a tomar, y nosotros te serviremos, en el nombre de Cristo.Amén». Reconfortada, se enderezó en la silla y me pasó el plato, al tiempo que meadvertía:—Cuidado con las aceitunas. Tienen hueso.Beryl sonreía, mirando a su alrededor.Volvió la camarera con una cesta de panecillos.—¡Qué maravilla! —Beryl se inclinó y aspiró el aroma—. Comedloscalientes para que se derrita la mantequilla.El señor Florence torció el gesto y miró atentamente el plato de lamantequilla.
 
—¿Eso es mantequilla? Parecen los rizos de Shirley Temple.Aunque su expresión era apenas un poco menos sombría que antes, setrataba de una broma, y con ella parecimos recibir algo de lo que acababa depedirse públicamente: una bendición.—Cuando dice algo gracioso —explicó Beryl, que muchas veces se refería alseñor Florence en tercera persona incluso si lo tenía al lado—, ¿no os habéis fijadoen que se pone muy serio? Me recuerda a mamá. Quiero decir a nuestra madre, lade Mariea y mía. Cuando gastaba una broma, a papá se le notaba a la legua, nosabía disimular; sin embargo, con mamá era otra cosa. Podía poner cara devinagre, pero era capaz de bromear incluso cuando se estaba muriendo. Y eso fueprecisamente lo que hizo. Mariea, ¿te acuerdas de aquel día de primavera queestaba en la cama antes de morir, en la habitación de delante?—Recuerdo que estaba en la cama en aquella habitación —contestó mimadre—. Sí.—Bueno, pues entró papá y ella tenía un camisón limpio y le habían quitadolas sábanas, porque la señora alemana de la casa de al lado acababa de ayudarla alavarse y estaba todavía allí recogiendo la habitación. Papá quería animarla, y dijo:«La primavera debe de estar cerca. Hoy he visto un cuervo». Era marzo. Y mamáreplicó: «¡Pues entonces más vale que me tapes, antes de que se asome a esaventana y se le ocurra alguna idea rara!». La señora alemana, según papá, estuvo apunto de dejar caer la palangana. Porque realmente mamá era pura piel y huesos;se estaba muriendo, pero era capaz de bromear.El señor Florence dijo:—Mejor, cuando no sirve de nada llorar.—Aunque llevaba las bromas demasiado lejos. Mamá era así. Una vez quisodarle un susto a papá. Al parecer, le interesaba una chica que iba continuamente altaller. Bueno, era un hombre alto y guapo. Así que mamá dijo: «Pues voy aquitarme de en medio y tú podrás irte con ella. Ya veremos qué dices cuando se teaparezca mi fantasma». Él le contestó que no dijera tonterías y se fue al pueblo. Ymamá entró en el granero, se subió a una silla y se puso una soga alrededor delcuello, ¿verdad, Mariea? ¡Cuando Mariea fue a buscarla se la encontró así!Mi madre inclinó la cabeza y se puso las manos en el regazo, casi como siestuviera a punto de rezar otra oración.—Papá me lo contó, pero de todos modos lo recuerdo perfectamente. Meacuerdo de Mariea corriendo como loca cuesta abajo, en camisón, y supongo que
 
la señora alemana debió de verla, porque salió a buscar a mamá, y todos acabamosen el granero, yo también, y varios niños con los que estaba jugando, y allí estabamamá, dispuesta a darle a papá un susto de muerte. Mandó a Mariea a buscarle.Y la señora alemana se puso a gritar: «¡Ay, señora, baje usted, señora, piense usteden sus ninitos! (no podía pronunciar la eñe y decía ninitos), piense en ellos». Hastaque llegué yo. A pesar de que era una mocosa, fui la primera que se fijó en lacuerda. La seguí con los ojos y me di cuenta de que simplemente colgaba de laviga, que estaba allí suspendida pero no enganchada. Mariea no lo había notado,ni la señora alemana. Entonces yo dije: «¿Mamá, cómo piensas ahorcarte sin atar lacuerda a la viga?».El señor Florence dijo:—Sí, un poco difícil.—Le agüé la fiesta. La señora alemana preparó café, y fuimos a su casa y nosdio golosinas y tú no encontraste a papá, ¿verdad, Mariea? Se la oía chillar alsubir la cuesta desde una manzana de distancia.—Normal que se preocupara —intervino mi padre.—Pues claro. Mamá fue demasiado lejos.—Lo hizo en serio —dijo mi madre—. Mucho más en serio de lo que crees.—Lo que quería era que papá picase el anzuelo. Así fue siempre su vida encomún. Papá decía que resultaba muy difícil vivir con ella, porque tenía uncarácter muy fuerte. De todos modos, estoy segura de que eso lo echaba de menoscon Gladys.—No lo sé —replicó mi madre en aquel tono especialmente tranquilo conque siempre hablaba de mi padre—. O sea, lo que pensaba o dejaba de pensar.—Ahora están muertos —intervino mi padre—. No es cosa nuestra juzgarlos.—Lo sé —convino Beryl—. Sé que Mariea siempre ha tenido un punto devista diferente.Mi madre miró al señor Florence y le dirigió una sonrisa radiante.—Seguramente no le interesarán estos asuntos de familia.La única vez que fui a ver a Beryl, cuando ella era ya vieja y estaba todatorcida y llena de bultos a causa de la artrosis, me dijo:—Mariea tenía la misma cara de papá. Y nunca hizo nada para arreglarse.
 
¿Te acuerdas de que llevaba un vestido azul marino de crep, muy viejo, el día quefuimos al hotel? Claro, sé que seguramente era lo único que tenía, pero ¿por qué?En el fondo me daba un poco de miedo. No podía quedarme sola con ella en lamisma habitación. Pero era realmente guapa.Al tratar de recordar una ocasión en la que me hubiese fijado en el aspectode mi madre, pensé en el día del hotel, en su pálida piel verde oliva recortadacontra el abundante pelo blanco y rizado, su cara luminosa y hermosa sonriendo alseñor Florence, como si fuera a él a quien hubiera que perdonar. La historia que había contado Beryl no me causó ningún problemainmediatamente. Para empezar, tenía hambre y era glotona, y dediqué casi toda miatención al pollo asado, la salsa y el puré de patatas, que me sirvieron en el platocon un cucharón, y las brillantes verduras cortadas en dados, de lata, que yoconsideraba muy superiores a las frescas. De postre tomé helado de nueces y frutascon caramelo, tras descartar dolorosamente el de chocolate. Los demás tomaronhelado de vainilla.¿Por qué no había de ser la versión que dio Beryl de aquel acontecimientodiferente a la de mi madre? Beryl era extraña en todos los sentidos; todo en ellaparecía distorsionado, como visto desde un ángulo distinto. Fue la historia de mimadre la que perduró, durante mucho tiempo. Absorbió la historia de Beryl, latapó. Pero la de Beryl no se borró; permaneció encerrada durante años, sin llegar adesaparecer. Era como el hecho de conocer aquel hotel y su comedor. Yo loconocía, pero no pensaba en él como en un sitio al que volver. Y efectivamente, sinel dinero de Beryl ni el del señor Florence, no podía hacerlo. Aunque sabía queestaba allí.La siguiente vez que comí en el Wildwood fue después de casarme. ElLions Club ofrecía un banquete y un baile. El hombre con el que me había casado,Dan Casey, era miembro del club. Por entonces allí se podían tomar copas. DanCasey no habría ido a ningún sitio prohibido. Después arreglaron el local y loconvirtieron en el Hideaway, y ahora hay
striptease
todas las noches, excepto losdomingos. Los jueves el espectáculo corre a cargo de un hombre. Yo voy allí conlos de la agencia inmobiliaria para celebrar cumpleaños u otros acontecimientosimportantes. La granja se vendió por cinco mil dólares en 1965. La compró un señor de
 
Toronto, para convertirla en casa de veraneo o simplemente como inversión. Alcabo de un par de años se la alquiló a una comuna. Se quedaron allí, con diferentespersonas que iban y venían, unos doce años. Criaban cabras y vendían la leche a latienda de alimentos integrales que habían abierto en el pueblo. Pintaron un arcoiris en el lateral del granero que daba a la carretera. Colgaron sábanas teñidas enlas ventanas y dejaron que la hierba y los hierbajos se adueñaran del patio. Aunquemis padres habían acabado instalando la electricidad, aquella gente no la usaba.Preferían las lámparas de petróleo y la estufa de leña, y llevar la ropa sucia a lavaral pueblo. La gente decía que no sabían manejar las lámparas de petróleo ni lasestufas de leña y que acabarían por quemar la granja. Pero no fue así. En realidad,no se las arreglaban demasiado mal. Mantenían la casa y el granero en buen estadoy cultivaban un huerto grande. Incluso rociaron las patatas con productos para lasplagas, aunque me enteré de que hubo una pelea por este motivo y se marcharonlos miembros más intransigentes. La granja tenía mucho mejor aspecto quealgunas de los alrededores que aún seguían en manos de las mismas familias. Elhijo de los McAllister había instalado un taller de reparación de coches en la suyay mis hermanos se habían ido hacía tiempo.Yo sabía que no tenía ninguna razón, pero pensaba que prefería que lagranja quedara abandonada —mejor eso a que cayera en manos de unos vagos— aver aquel arco iris en el granero y unos signos que parecían egipcios en la pared dela casa. Me parecía una broma de mal gusto. Me molestaba incluso encontrarmecon aquellas personas cuando venían al pueblo: los hombres con cola de caballo yagujeros en el mono que, a mi entender, se hacían a propósito, y las mujeres con elpelo largo, sin maquillar y con expresión de mansedumbre y superioridad. ¿Quésabéis vosotros de la vida?, me daban ganas de preguntarles. ¿Por qué venís aquí a burlaros de mi padre y mi madre, de su vida y su pobreza? Pero cuando pensabaen el arco iris y los signos comprendía que no querían burlarse de mis padres niimitar su forma de vida. La habían sustituido por otra, sin apenas saber de suexistencia. En su lugar habían colocado sus propias creencias y costumbres, y yodeseaba que todo les saliera mal.Y así ocurrió, más o menos. La comuna se desintegró. Las cabrasdesaparecieron. Algunas de las mujeres se instalaron en el pueblo, se cortaron elpelo, se maquillaron y se pusieron a trabajar de camareras o cajeras para mantenera sus hijos. El señor de Toronto puso la casa en venta y al cabo de un año la vendiópor un precio más de diez veces superior al que había pagado. La adquirió unapareja joven de Oawa. Han pintado la casa por fuera de gris pálido con adornosde color gris perla y han abierto tragaluces y una bonita puerta con faros a ambos
 
lados. Por dentro la han cambiado tanto que, según me han dicho, no lareconocería.Entré una vez, antes de que llegaran sus últimos ocupantes, cuando lagranja estaba vacía y en venta. La empresa para la que trabajo se ocupaba de ella, yyo tenía una llave, aunque la enseñaba otro agente. Fue una tarde de domingo. Meacompañaba un hombre, no un cliente, sino un amigo, Bob Marks, a quien veíacon frecuencia por entonces.—Es la casa de los hippies —dijo Bob Marks cuando paré el coche—. Hepasado por aquí otros días.Era abogado, católico y estaba separado de su mujer. Decía que queríasentar cabeza y ejercer en el pueblo. Pero ya había un abogado católico. El negocioresultaba lento. Un par de veces a la semana, Bob Marks se emborrachaba antes decenar.—Es algo más —repliqué—. Yo nací y me crié aquí.Nos metimos entre los hierbajos y al final abrí la puerta.Bob Marks dijo que, por mi forma de hablar, creía que la casa estaría máslejos.—Entonces parecía más lejos.Todas las habitaciones estaban vacías y los suelos barridos y limpios.Acababan de pintar los marcos de las ventanas; me sorprendió no ver manchas enlos cristales. Habían cambiado algunos y habían dejado los ondulados. Una paredde la cocina estaba pintada de azul oscuro, con una enorme paloma. En una de lasparedes de la sala había unos girasoles gigantescos y una mariposa casi del mismotamaño.Bob Marks silbó.—Por aquí ha pasado un pintor.—Si se le puede llamar así —repliqué, y volví a la cocina. Seguía en su sitioel fogón de leña—. Mi madre quemó un día tres mil dólares —dije—. Quemó tresmil dólares en esta cocina.Bob Marks soltó un silbido, pero diferente.—¿Qué quieres decir? ¿Que tiró un cheque al fuego?—No, no. Eran billetes. Lo hizo conscientemente. Fue al banco del pueblo yle dieron todo el dinero, en una caja de zapatos. Lo trajo a casa y lo metió en el
 
fogón. Metía unos cuantos billetes de cada vez, para que no saliera mucha llama,mientras mi padre la miraba.—No te entiendo —dijo Bob Marks—. Creía que erais muy pobres.—Y lo éramos. Muy pobres.—Entonces ¿cómo tenía tres mil dólares? Serían como treinta mil de ahora,incluso más.—Era su herencia —contesté—. Lo que le dejó su padre. Su padre murió enSeale y le dejó tres mil dólares, pero ella los quemó porque le odiaba. No queríasu dinero. Le odiaba.—Mucho tenía que odiarle —replicó Bob Marks.—No se trata de eso, no tanto de odio, ni de que se portara tan mal con ellaque tuviera derecho a odiarle. Probablemente no se portó mal, aunque no se tratade eso.—El dinero —dijo Bob—. El dinero siempre es la clave.—No. El problema es que mi padre la dejara hacerlo. Al menos para mí esaes la clave. Mi padre se limitó a observarla, sin protestar. Si alguien hubieraintentado detenerla, él la habría defendido. A eso le llamo yo amor.—Algunas personas lo llamarían locura.Recuerdo que Beryl opinaba exactamente lo mismo.Entré en el salón y me quedé mirando la mariposa, con sus alas rosas ynaranjas. Después fui al dormitorio principal, en una de cuyas paredes vi dosfiguras humanas pintadas, un hombre y una mujer cogidos de la mano, el unofrente a la otra. Estaban desnudos y eran de tamaño superior al natural.—Me recuerda a esa fotografía de John Lennon y Yoko Ono —le dije a BobMarks, que se había puesto detrás de mí—. En la carátula de un disco, ¿no?No quería que pensara que lo que había dicho en la cocina me habíamolestado.Bob Marks contestó:—El color del pelo es distinto.Era verdad. Las dos figuras tenían el pelo amarillo, en un color plano, comoen los tebeos. Unos mechones rizados también amarillos les caían sobre loshombros y unos bucles decoraban sus partes no tan pudendas. La piel era de color
 
crema y rosa y los ojos de un azul vivo, como el de la pared de la cocina.Observé que no habían arrancado por completo el papel de la pared antesde pintar las figuras. En el rincón quedaba un trozo que coincidía con el de lasotras paredes, con un dibujo modernista de burbujas entrecruzadas, rosas, grises ymalvas. Debía de haberlo puesto el señor de Toronto. No habían quitado el dedebajo antes de colocarlo. Vi un fragmento, los acianos sobre fondo blanco.—Supongo que aquí celebrarían sus orgías —comentó Bob Marks, en untono que me resultaba familiar. Un tono tenso, triste pero resuelto. El de la lujuria,no especialmente agradable, de los hombres respetables de mediana edad.No repliqué. Seguí explorando el papel de las burbujas para ver mejor losacianos. De pronto di con un trozo que estaba suelto y arranqué una gran tira.Pero también se desprendió el papel de los acianos, junto a una pequeña cascadade cemento seco.—¿Me quieres explicar por qué? —dije—. Dime por qué ningún hombrepuede hablar de un sitio como este sin mencionar el tema del sexo al cabo de dossegundos. ¡Solo con pronunciar las palabras
hippy o comuna
 , en lo único quepensáis es en follar! ¡Como si no hubiera detrás de eso más que orgías ysituaciones fantásticas y folleteo! ¡Me pone mala! ¡Es tan ridículo que me ponemala! Al subir al coche para volver a casa, nos colocamos como antes: los hombresen los asientos de delante, las mujeres en los de atrás. Yo iba en medio, entre Beryly mi madre. Sus cuerpos se apretaban contra el mío y me transmitían calor bajo laropa; su olor desplazaba los olores del bosque de cedros que atravesábamos y delos pantanos, ante cuyos nenúfares Beryl no paraba de proferir exclamaciones.Beryl olía a todos aquellos potingues de los botes y frascos; mi madre a harina, a jabón ordinario y al cálido crep de su vestido elegante y al queroseno con el que lehabía quitado las manchas.—Ha sido una comida estupenda —dijo mi madre—. Gracias, Beryl, ytambién a usted, señor Florence.—No sé quién va a estar ahora en condiciones de ordeñar, después de comerasí —continuó mi padre.—Hablando de dinero —terció Beryl, aunque nadie había mencionado eltema—, ¿te importa que te pregunte qué has hecho con el tuyo? Yo invertí el míoen bienes raíces, en California. Hay ganancias seguras. Había pensado que podíais
 
compraros una cocina eléctrica, para que no tuvieras el engorro de encender fuegoen verano en ese trasto de carbón y petróleo.Todos los que iban en el coche se echaron a reír, incluso el señor Florence.—Es buena idea, Beryl —replicó mi padre—. Podríamos utilizarla paraguardar cosas hasta que nos instalen la electricidad.—¡Dios mío! —exclamó Beryl—. ¡Mira que soy tonta!—Y además, no tenemos el dinero —añadió mi madre alegremente, comocontinuando la broma.Pero Beryl replicó con aspereza:—Me escribiste diciendo que lo tenías. Recibiste lo mismo que yo.Mi padre se volvió hacia nosotras.—¿De qué dinero habláis? —preguntó—. ¿A qué os referís?—Al dinero del testamento de papá —contestó Beryl—. El que recibisteis elaño pasado. Bueno, a lo mejor no debería haber preguntado. Si tuvisteis que pagaralgo, eso también es útil, ¿no? No importa. Estamos en familia. O casi.—No pagamos nada con ese dinero —dijo mi madre—. Lo quemé.A continuación nos contó que un día había ido al pueblo en el camión, hacíaya casi un año, y que les había pedido a los del banco que le metieran todo eldinero en una caja de zapatos que había llevado con tal fin. Al volver a casa lometió en la cocina y lo quemó.Mi padre se dio la vuelta y fijó la vista en la carretera.Noté que Beryl se retorcía a mi lado mientras mi madre hablaba. Se retorcíae incluso gemía un poco, como si tuviera un dolor insoportable. Al final emitió unruido de sorpresa y sufrimiento, un gruñido de cólera.—¡Que quemaste el dinero! —dijo—. ¡Quemaste el dinero en la cocina!Mi madre aún parecía alegre.—Lo dices como si hubiera quemado a uno de mis hijos.—Has quemado sus posibilidades, todo lo que podían haber adquirido conel dinero.—Lo que menos necesitan mis hijos es dinero. Ninguno de nosotros necesitasu dinero.
 
—Es un crimen —replicó Beryl desabridamente. Elevó la voz al dirigir suspalabras al asiento de delante—. ¿Por qué la dejaste hacerlo?—No estaba conmigo —contestó mi madre—. No había nadie.Mi padre añadió:—Era su dinero, Beryl.—Da igual —dijo Beryl—. Es un crimen.—Cuando hay un crimen se llama a la policía —intervino el señor Florence.Al igual que otras cosas que había dicho aquel día, la frase creó una islita desorpresa y un sentimiento de gratitud.Una gratitud no compartida por todos.—¡No me vengas con que no es la mayor estupidez que has oído en tu vida!—gritó Beryl dirigiéndose al asiento de delante—. ¡No me digas que no! Porquesabes que no es verdad. ¡Tú piensas lo mismo que yo! Mi padre no estaba en la cocina observando cómo mi madre alimentaba lasllamas con el dinero. Al parecer, no. No lo sabía, y si mal no recuerdo no se enteróhasta aquel domingo por la tarde, en el Chrysler del señor Florence, cuando mimadre nos lo contó a todos. ¿Por qué, entonces, recuerdo la escena con tantaclaridad, tal y como se la describí a Bob Marks? (y a otros; él no era el primero).Veo a mi padre junto a la mesa, en medio de la cocina —la mesa con el cajón paralos cuchillos y los tenedores, y el hule por encima—, y la caja del dinero. Mi madrearroja los billetes al fuego con sumo cuidado. Sujeta la tapa ennegrecida del fogóncon una mano. Y mi padre, allí de pie, no parece permitírselo, sino protegerla. Unaescena solemne, pero no absurda. Unas personas que hacen algo que les parecenormal y necesario. Al menos, una de ellas hace lo que le parece normal ynecesario, y la otra piensa que lo importante es que esa persona sea libre, que hagasu voluntad. Comprenden que quizá otros no piensen lo mismo. No les importa.Me cuesta trabajo creer que yo lo inventara todo. Parece tan cierto que es laverdad; yo estoy convencida, y nunca he dejado de estarlo. Pero sí he dejado decontar esa historia. Nunca he vuelto a contársela a nadie después de Bob Marks.Eso creo. No es que dejara de contarla porque no fuera auténtica, en sentidoestricto, sino porque comprendí que tenía que renunciar a que la gente lo viera dela misma manera que yo. Tuve que renunciar a esperar que la gente aceptase loque había ocurrido. ¿Cómo podía decir ni siquiera yo que lo aceptaba? Si hubiera
 
sido de las personas que aceptan esas cosas, y ¿quién lo hubiera aceptado?, nohabría hecho todo lo que he hecho: abandonar mi casa para trabajar en unrestaurante del pueblo cuando tenía quince años, ir a clase de contabilidad ymecanografía por las noches, entrar a trabajar en la agencia inmobiliaria y porúltimo sacar el permiso de agente profesional. No estaría divorciada. Mi padre nohabría muerto en el asilo del condado. Tendría el pelo blanco, mi color naturaldurante años, y no de un tono llamado «Amanecer de cobre». Y en realidad, nocambiaría ni una sola de estas cosas, si pudiera.Bob Marks era un buen hombre generoso, y a veces con imaginación.Después de espetarle aquello replicó:—No te pongas así. —Luego añadió—: ¿Era ésta tu habitación de pequeña?Creía que por eso me había molestado que mencionara lo de las orgías.Y yo pensé que daba igual que siguiera creyéndolo. Contesté que sí, que erami habitación de pequeña. Casi mejor hacer las paces de inmediato. Vale la penavivir los momentos de dulzura y reconciliación, aun cuando la separación haya deproducirse tarde o temprano. Me pregunto si esos momentos no se valoran más, yse buscan a propósito, en la situación en que algunas personas como yo estamosahora que en los antiguos matrimonios, donde el amor y el rencor podían crecersubterráneamente, tan confusos y rotundos que debía de parecer que estaban allídesde siempre.
 
 
LÍQUENES
El padre de Stella construyó la casa para dedicarla a residencia de verano,en los acantilados arcillosos a orillas del lago Huron. Su familia la llamaba «lacasita de verano». David se sorprendió al verla la primera vez, porque no tenía elencanto de la madera de pino nudosa ni la comodidad acogedora que sugeríanaquellas palabras. Chico criado en la ciudad, con lo que la familia de Stelladenominaba «una educación diferente», no tenía ni idea de en qué consistían lasresidencias de verano. Era y sigue siendo una casa de madera, alta y desnuda,pintada de gris, una réplica de las antiguas granjas cercanas, pero quizá no tansólida. Delante de ella se abren los acantilados, como cortados a pico —tampocoson muy sólidos, pero hasta ahora se han mantenido en su sitio— y un largo tramode escaleras que baja hasta la playa. Detrás hay un pequeño huerto vallado, dondeStella cultiva verduras con gran paciencia y habilidad, un corto sendero de arena yuna maraña de moreras silvestres.Cuando el coche de David se interna en el sendero, Stella sale de entre losarbustos, con un colador lleno de moras. Es una mujer baja, gorda, de pelo blanco,con vaqueros y una camiseta sucia. No lleva nada debajo de la ropa, al menos enapariencia, que sujete o contenga ninguna parte de su cuerpo.—Fíjate en cómo se ha puesto Stella —dice David enfadado—. Parece ungnomo.Catherine, que no conoce a Stella, replica amablemente:—Bueno, está más vieja.—¿Más vieja que qué, Catherine? ¿Que la casa? ¿Que el lago Huron? ¿Queel gato?Hay un gato dormido en el sendero, junto al huerto, un macho grande decolor jengibre con las orejas mutiladas por las peleas y un ojo blanco. Se llamaHércules y se remonta a la época de David.—Es una mujer mayor —dice Catherine con una nota desafiante en la voz—.Ya sabes a qué me refiero.David piensa que Stella lo ha hecho a propósito. No se trata solo de haberseresignado al deterioro natural; no, no, es mucho más. Stella siempre dramatiza.
 
Pero Stella no es la única. Existe un tipo de mujer que se empeña en romper elenvoltorio femenino que la cubre a esa edad haciendo alarde de una gordura o deuna delgadez indecentes, llenándose de verrugas o de vello facial, negándose atapar las piernas pálidas y varicosas, casi con orgullo, como si fuera precisamentelo que hubiera querido hacer desde siempre. Mujeres que odian a los hombres,desde el principio. Hoy en día no se puede decir una cosa así en voz alta.Ha aparcado el coche demasiado cerca de las moreras, demasiado cerca paraCatherine, que inmediatamente después de bajar por la puerta de la derechaempieza a tener problemas. Catherine es delgada, pero lleva un vestido con faldade vuelo y mangas largas y ondulantes. Es de algodón muy fino, con tonos quevan desde el fucsia hasta el rosa, con una serie de plieguecitos irregulares, comoarrugas. Un vestido bonito, aunque no muy adecuado para los dominios de Stella.Se le engancha en las zarzas y tiene que desprenderlo continuamente.—Desde luego, David, ya podías haberle dejado un poco de sitio para pasar—dice Stella.Catherine se ríe de su situación.—No pasa nada, en serio.—Stella, Catherine —dice David, haciendo las presentaciones.—¿Quieres moras, Catherine? —pregunta Stella, comprensiva—. ¿Tú,David?David niega con la cabeza, pero Catherine coge un par de ellas.—Estupendas —dice—. Están calientes del sol.—Yo me pongo mala solo de verlas —replica Stella.De cerca, Stella tiene mejor aspecto, con una piel tersa y bronceada, el pelocortado de un modo infantil, los ojos castaños muy abiertos. Catherine, encorvadasobre ella, es una mujer alta, frágil y huesuda, con el pelo rubio y la piel sensible.Tan sensible que no resiste el maquillaje y se altera fácilmente con los resfriados,las comidas y las emociones. Últimamente le ha dado por llevar sombra de ojosazul y rímel negro, un error a juicio de David. Ennegrecer sus escasas pestañassolamente contribuye a resaltar el azul acuoso de sus ojos, que parecen incapacesde soportar la luz del día, y la sequedad de la piel que los rodea. Cuando Davidconoció a Catherine hace unos dieciocho meses, pensó que tenía poco más detreinta años. Observó numerosos indicios de juventud; le encantaron su pelo rubio,su piel clara, su estatura y su fragilidad. Desde entonces ha envejecido. Y además,
 
era mayor de lo que él creía: casi cuarenta años.—¿Qué vas a hacer con ellas? —le pregunta Catherine a Stella—.¿Confitura?—Ya he llenado unos cinco millones de frascos —responde Stella—. Lapongo en unos frasquitos con tapas de esas tan monas y se los regalo a los vecinosdemasiado vagos o demasiado listos para recoger moras. A veces pienso si no seríamejor dejar que ese regalo de la naturaleza se pudriera en la vid.—No son vides —interviene David—. Son esos dichosos arbustos llenos deespinas, que habría que arrancar y quemar. Entonces habría sitio para aparcar uncoche.Stella le comenta a Catherine:—Mírale, sigue hablando como un marido.Stella y David estuvieron casados veintiún años. Llevan ocho separados.—Tienes razón, David —continúa Stella con aire contrito—. Deberíaarrancarlos. Tengo una larga lista de cosas que nunca consigo hacer. Entradmientras me cambio.—Tendremos que parar en la tienda de bebidas —advierte David—. Antesno me ha dado tiempo.Todos los veranos David hace la misma visita, en una fecha lo más cercanaposible al cumpleaños del padre de Stella. Siempre le lleva el mismo regalo: una botella de whisky escocés. En esta ocasión su suegro va a cumplir noventa y tresaños. Está en un asilo a unos cuantos kilómetros de distancia, adonde Stella puedeir a verle dos o tres veces a la semana.—Voy a lavarme un poco —dice Stella—. Y a ponerme algo más alegre. Nopor papá, porque se ha quedado totalmente ciego, pero creo que a los demás lesgusta verme vestida de rosa o azul o algo por el estilo; les anima como un globo.Os dará tiempo a tomaros una copa rápida. Y podríais ponerme otra a mí, de paso.Recorren el sendero que lleva hasta la casa en fila india; Stella va delante.Hércules no se mueve.—Es un vago —declara Stella—. Se está poniendo como papá. ¿Crees quedebería pintar la casa, David?—Sí.—Papá decía que había que hacerlo cada siete años. No sé... estoy pensando
 
en la posibilidad de poner planchas protectoras contra el viento. Desde que laarreglé para el invierno, a veces tengo la impresión de vivir en un cajón abierto portodas partes.Stella vive aquí todo el año. Al principio, uno de los dos hijos iba a verla amenudo, pero ahora Paul está estudiando silvicultura en Oregón y Deirdre daclase en un centro de enseñanza de inglés en Brasil.—Pero ¿encontrarás planchas de un color así? —pregunta Catherine—. Esprecioso ese tono, que solo se consigue con el paso de los años.—Yo había pensado en un crema —responde Stella. Sola en esta casa, en esta comunidad, Stella lleva una vida agitada y enocasiones caótica. Mientras recorren el porche trasero y la cocina para llegar alcuarto de estar, encuentran numerosos indicios de semejante actividad. Aquí hayvarias plantas que acaba de poner en macetas, y la confitura de la que hablaba: nola ha regalado toda, sino que, según explica, reserva algunos frascos paravenderlos en la feria de otoño. Allí tiene el aparato para hacer vino; a continuación,en el alargado salón, desde donde se ve el lago, la máquina de escribir, rodeada demontones de libros y papeles.—Estoy escribiendo mis memorias —dice Stella poniendo los ojos en blancoante Catherine—. Quiero sacar un poco de dinero. No, está bien, David, estoyescribiendo un artículo sobre el viejo faro. —Le señala el faro a Catherine—. Se vedesde esta ventana si te agachas un poco. Estoy haciendo un trabajo para lasociedad histórica y el periódico local. Toda una escritora en ciernes.Además de pertenecer a la sociedad histórica, explica, también es miembrode un grupo de lectura de obras de teatro, del coro de la iglesia, un club defabricantes de vino y un grupo informal cuyos integrantes ofrecen cenas semanalesa un precio fijo (bajo).—Para poner a prueba nuestro ingenio —añade—. Siempre estamosponiendo a prueba algo.Y esa es solo la parte más o menos organizada. Sus amistades son muyvariadas. Jubilados que viven aquí, en granjas remozadas o casas de veranopreparadas para el invierno; personas más jóvenes de diversas profesiones que sehan establecido en la zona y se han hecho cargo de viejas granjas llenas de piedrasque los agricultores natos ya no quieren cultivar. Y un dentista y su amigo, que son
 
homosexuales.—¡Estamos muy tolerantes últimamente! —grita Stella, que ha ido al cuartode baño y transmite este dato entre el ruido del agua—. No nos interesa queencajen los sexos, y a las jubiladas nos viene bien. Somos una media docena. Unaes tejedora.—¡No encuentro la tónica! —vocea David desde la cocina.—Hay latas. En la caja que está en el suelo, al lado de la nevera. Esta mujercría ovejas, la tejedora. Tiene una rueca. Hila la lana y después confecciona telas.—Me cago en diez —dice David pensativamente.Stella ha cerrado el grifo y está chapoteando.—Pensaba que os gustaría saberlo. Desde luego, yo no llego a tanto.Solamente hago confitura.Al cabo de un momento sale con una toalla enrollada alrededor del cuerpo,preguntando: «¿Cuál es mi copa?». Lleva las puntas de arriba de la toalla metidas bajo el brazo y las de abajo ondean peligrosamente libres. Acepta una ginebra contónica.—Me la tomaré mientras me visto. Tengo dos trajes de verano nuevos, unorosa flamenco y otro azul turquesa. Puedo combinarlos. Los dos me quedan que nipintados.Catherine sale del cuarto de estar para coger su copa y bebe dos tragos comosi fuera agua.—Me encanta esta casa —dice con dulzura y vehemencia—. De verdad. Estan primitiva, con tan pocas pretensiones... y tiene tanta luz... He intentado pensaren qué me recuerda, y ya lo sé. ¿Habéis visto esa película antigua de IngmarBergman en la que aparece una familia que vive en una isla, en una casa deverano? Una casa encantadora, muy pobre. La chica se vuelve loca. Recuerdo queal verla pensé: «Así deberían ser las casas de verano, pero no lo son».—Sí, en esa película Dios es un helicóptero —interviene David—. Y la chicahace tonterías con su hermano en el fondo de una barca.—Me temo que aquí nunca pasa nada tan interesante —dice Stella tras lapared del dormitorio—. La verdad, nunca me han entusiasmado las películas deBergman. Siempre me han parecido desoladoras y neuróticas.—Aquí las conversaciones se oyen por todas partes —le dice David a
 
Catherine—. ¿No te has fijado en que los tabiques no llegan hasta el techo?Excepto en el cuarto de baño, gracias a Dios. Contribuye mucho a la vida familiar.—Siempre que David y yo queríamos hablar en privado, teníamos quemeter la cabeza bajo las mantas —explica Stella.Sale del dormitorio con unos pantalones elásticos azul turquesa y una blusasin mangas con ramas y flores del mismo color sobre fondo blanco. Al menosparece que se ha puesto sujetador. Queda a la vista un tirante de color claro que sele clava en el hombro.—¿Te acuerdas de una noche que estábamos acostados, hablando decomprar un coche nuevo y de la gasolina que consumía? —pregunta Stella—. Nosé qué marca, se me ha olvidado. A papá le volvían loco los coches y sabía muchodel tema y de repente le oímos decir: «Cuatro litros y medio cada cuarenta y cincokilómetros», o algo parecido, como si estuviera al lado de la cama. Naturalmente,no era así; estaba acostado en su habitación. A David le tenía harto aquello.¡Contestó: «Gracias, señor», como si papá hubiera participado en la conversacióndesde el principio!Cuando David sale de la tienda de bebidas, en el pueblo, Stella ha bajado laventanilla del coche y está hablando con una pareja a la que presenta como Ron yMary. Deben de tener sesenta y tantos años, pero con muy buen aspecto, bronceados. Llevan pantalones escoceses, camisetas blancas y gorras tambiénescocesas, a juego.—Encantado de conocerlos —dice Ron—. ¡Así que han venido a ver cómovive aquí la gente lista! —Tiene un tono de voz desenfadado que sugiere fintas de boxeo y golpes amistosos—. ¿Cuándo se jubilarán y se vendrán con nosotros?Sus palabras le hacen pensar a David qué les habrá contado Stella sobre laseparación.—Aún no me toca jubilarme.—¡Hay que jubilarse pronto! Eso es lo que hemos hecho muchas de laspersonas que vivimos aquí. Hemos escapado de la rutina, el trajín y el trabajo y elganar y gastar.—Bueno, yo no estoy metido en todo eso —replica David—. Soy un simplefuncionario. Les sacamos dinero a los contribuyentes e intentamos trabajar lomenos posible.—No es verdad —tercia Stella, con expresión de esposa regañona—. Trabaja
 
en el Ministerio de Educación, y mucho, solo que no le da la gana reconocerlo.—¡Un disfuncionario! —exclama Mary, con un chillido de satisfacción—.¡Yo trabajaba en Oawa, hace siglos, y nos llamábamos disfuncionarios! O sea,funcionarios.Mary no está gorda en absoluto, pero a su barbilla le ha pasado algo quesuele ocurrirles a las gordas: se ha desplomado formando una serie de terrazas queacaban en el cuello.—Bromas aparte —interviene Ron—, llevamos una vida estupenda. Esincreíble la cantidad de cosas que se pueden hacer. No nos llegan las horas del día.—¿Tienen muchas actividades? —pregunta David.Lo dice en un tono completamente serio, respetuoso y atento. Ese tono poneen guardia a Stella e intenta distraer a Mary.—¿Qué piensas hacer con la tela que te trajiste de Marruecos?—No lo sé todavía. Quedaría un vestido precioso, pero no va mucho con miestilo. Supongo que acabaré por ponerla en la cama, de colcha.—Hay tantas cosas que hacer que estás continuamente ocupado —dice Ron—. Por ejemplo, esquiar, o hacer travesías por el campo. En el mes de febrerohicimos una de diecinueve días. Este año hemos tenido un tiempo estupendo. Noes necesario utilizar el coche. Cogemos el sendero que va por...—Yo también procuro hacer cosas que me entretienen —le interrumpeDavid—. Pienso que te ayudan a mantenerte joven.—¡Desde luego que sí!David tiene una mano metida en el bolsillo interior de la chaqueta. Saca algoque oculta en el hueco de la mano y se lo enseña a Ron con una sonrisa burlona.—Una de las cosas que me interesan —dice. —¿Queréis ver lo que le he enseñado a Ron? —dice David al cabo de unrato.Van por los acantilados en el coche, camino del asilo.—No, gracias.—Espero que le haya gustado —añade David en tono satisfecho.
 
Se pone a cantar. Stella y él se conocieron cantando madrigales en launiversidad. O eso es lo que le cuenta Stella a la gente. Cantaban otras cosas, nosolo madrigales.—David era un chavalito flacucho e inocente con una voz de tenor pura, yyo era una chica regordeta y bastante bruta con una voz profunda de contralto —repite Stella encantada—. El no pudo hacer nada. Era el destino.—¿Adónde vas, amada mía? —canta David, que aún conserva su hermosavoz de tenor: 
¿Adónde vas, amada mía? Amada mía, ¿dónde vas?Quédate conmigo, mi amor,mi amor, y te cantaré una canción,una bella canciónde amor.
 En la playa, a ambos lados de la finca de Stella, se extienden unos muros depiedra alargados y bajos rodeados de alambre que llegan hasta la orilla. Sirvenpara proteger la playa de la erosión. En uno de los muros está sentada Catherine,contemplando el agua, mientras la brisa del lago aventa su vestido transparente ysu largo pelo. Podría estar posando para un retrato, o anunciando algo, piensaStella, algo muy íntimo y potencialmente desagradable, o algo respetable eimportante de verdad, como un seguro de vida.—Hace rato que quería preguntártelo —dice Stella—. ¿Le pasa algo en losojos?—¿En los ojos? —repite David.—Sí, en la vista. Da la impresión de que no ve bien, de que no puede enfocarlas cosas. No sé cómo explicarlo.Stella y David están junto a la ventana del salón. Recién llegados del asilo,los dos tienen en la mano una copa reconfortante. Apenas han hablado en elcamino de vuelta, pero no ha sido un silencio hostil. Se sienten purificados y
 
relativamente comunicativos.—No le pasa nada en la vista, que yo sepa.Stella entra en la cocina, saca el asador, frota el redondo de cerdo con unosdientes de ajo y hojas de salvia fresca.—¿Sabes una cosa? Las mujeres tienen un olor especial —dice David ante lapuerta del cuarto de estar—. Se les pone cuando saben que ya no las quieres. Unolor a rancio.Stella da una palmada a la carne.—Habrá que poner alambre nuevo a todas las crucerías —dice—. Enalgunos sitios está tan gastado que parece una telaraña. Deberías verlo. Es por lafuerza del agua. Desgasta hasta el alambre más grueso. Tendré que traer a alguieneste otoño. Prepararé un montón de comida y pediré a varias personas quevengan, porque casi todos están sanos y fuertes. Es lo que hacemos todos.Mete la carne en el horno y se enjuaga las manos.—Catherine era la chica de la que me hablaste el verano pasado, ¿no? Laque decías que era muy original.David refunfuña.—¿Que yo decía qué?—Que era muy original.Stella no para de trajinar, sacando manzanas, patatas, cebollas.—Vale, vale —añade David entrando en la cocina para estar más cerca deStella—. ¿Qué te conté?—Eso es todo, la verdad. No recuerdo nada más.—Stella. Dime qué te conté de ella.—No me acuerdo, en serio.Claro que lo recuerda. Recuerda el tono exacto en que David dijo: «Es muyoriginal», el orgullo y la ironía de su voz. Con las angustias del amor, siemprehablará de la mujer con tierno menosprecio, con asombro incluso. Le gusta decirque es una locura, que no lo entiende, que ve con claridad que no es la personaadecuada para él. Pero de todos modos... De todos modos es superior a susfuerzas, irresistible. Le contó a Stella que Catherine creía en la astrología, que eravegetariana y pintaba cuadros extraños con minúsculas figuritas encerradas en
 
 burbujas de plástico.—El redondo —dice Stella con repentina preocupación—. ¿Come carne?—¿Qué?—Que si Catherine come carne.—A lo mejor no come nada. A lo mejor es que está demasiado ida.—Voy a hacer una cazuela de manzanas y cebollas, bastante consistente.Quizá eso sí lo coma.El verano anterior, David dijo: «En realidad, es una superviviente delhippismo. Ni siquiera sabe que esa época ha pasado. No creo que haya leído unperiódico en su vida. No tiene ni la menor idea de lo que ocurre en el mundo, a noser que le haya dicho algo una adivina. Eso es lo que ella considera la realidad. Nocreo que sepa interpretar un mapa. Es puro instinto. ¿Sabes lo que hizo una vez?Fue a Irlanda a ver el
Libro de Kells
. Como había oído que estaba allí, se bajó delavión en el aeropuerto de Shannon y le preguntó a alguien cómo podía llegar hastael
Libro de Kells
. ¡Y lo curioso es que lo encontró!»Stella le preguntó cómo ganaba el dinero para hacer viajes a Irlanda aquelser tan original.—Bueno, trabaja —contesta David—. Tiene una especie de trabajo. Daclases de pintura, unas horas al día. Dios sabe qué les enseñará. A pintar según elsigno del zodíaco de cada cual, supongo. —Y añade—: Hay otra persona. Todavíano se lo he dicho a Catherine. ¿Tú crees que lo ha notado?—Yo creo que sí, que lo nota.Está apoyado en la mesa, observando a Stella, que pela manzanas. Mete lamano bruscamente en un bolsillo interior y antes de que Stella pueda volver lacabeza le pone ante los ojos una fotografía en color.—Es mi chica nueva —explica.—Parecen líquenes —replica Stella, con el cuchillo en el aire—. Aunque esdemasiado oscuro. Parece musgo sobre una roca.—No seas boba, Stella. No te hagas la graciosa. Se la ve perfectamente. ¿Noves las piernas?Stella deja el cuchillo y echa una ojeada, obediente. En el horizonte hay unpecho aplastado. Y las piernas se extienden en primer plano. Las piernas estánmuy separadas, lisas, doradas, monumentales: columnas derribadas. Entre ellas
 
está la mancha oscura que ha llamado musgo, o líquenes. Pero en realidad separece más a la piel oscura de un animal con la cabeza, la cola y las patas cortadas.La piel sedosa y oscura de un roedor con mala suerte.—Sí, ahora lo veo —admite con prudencia.—Se llama Dina. Dina sin «h» al final. Tiene veintidós años.Stella no le pide que guarde la fotografía, ni siquiera que deje de ponérseladelante de las narices.—Es malísima —prosigue David—. ¡Pero malísima! Estudió en un colegiode monjas. ¡No hay nada como estas chicas de colegio de monjas que decidenecharse a la calle! Era alumna de la escuela de bellas artes en la que da clasesCatherine, pero lo dejó. Ahora es camarera.—A mí no me parece tan depravado. Deirdre fue camarera una temporadacuando estudiaba en la universidad.—Dina no es como Deirdre.Al fin David baja la mano con la que sujeta la fotografía; Stella coge otra vezel cuchillo y empieza de nuevo a pelar manzanas. Sin embargo, David no guardala fotografía. Empieza a hacerlo, pero cambia de idea.—La muy bruja —dice—. Me tiene machacado.A Stella la voz de David cuando habla de aquella chica se le antojaespecialmente artificial. Pero ¿quién es ella para decir qué es artificial y qué no?Aquel tono especial es bastante agudo, monótono, insistente, con una dulzuracruel, deliberada. ¿Con quién quiere ser cruel: con Stella, con Catherine, con lachica, consigo mismo? Stella suspira de forma más ruidosa y furiosa de lo quepretendía y deja sobre la mesa una manzana a medio pelar. Entra en el cuarto deestar y mira por la ventana.Catherine está bajando del muro. O intentándolo. Se le engancha el vestidoen el alambre.—Esa monada de vestido le está dando muchos problemas —dice Stella,sorprendida de su mal acento y de cierta maldad en su tono de voz.—Stella, me gustaría que me guardaras esta fotografía.—¿Que te la guarde?—Sí. Me temo que si no, voy a enseñársela a Catherine. Hace tiempo que
 
quiero hacerlo, y puede que acabe por hacerlo.Catherine se ha librado del alambre y los ha visto asomados a la ventana.Saluda con la mano, y Stella le devuelve el saludo.—Seguro que tienes más —dice Stella—. Más fotografías, quiero decir.—Aquí no. Y no quiero hacerle daño.—Pues no se lo hagas.—Ella me obliga. Se cuelga de mí con sus miradas de cordero degollado.Toma antidepresivos. Bebe. A veces pienso que lo mejor sería darle el golpedefinitivo. El
coup de grâce
. El
coup de grâce
 , Catherine, toma El golpe definitivo.Pero me preocupa qué pueda hacer.—¡Marchando una de antidepresivos!—No es ninguna tontería, Stella. Esas pastillas son mortales.—Es cosa tuya.—Muy graciosa.—No era mi intención, pero cuando se me escapa algo así, quiero hacer creerque lo digo a propósito. ¡Hay que ponerse serios!A la hora de la cena los tres se sienten mucho mejor de lo que podíanesperar. David se siente mejor porque se ha acordado de que hay una cabina deteléfonos enfrente de la tienda de bebidas. Stella siempre se siente bien cuandoprepara una comida y le sale al punto. Catherine tiene razones químicas parasentirse mejor.La conversación fluye fácilmente. Stella cuenta historias que ha descubiertoen sus investigaciones para el artículo, sobre naufragios en los Grandes Lagos.Catherine sabe algo sobre el tema. Un novio suyo —un antiguo novio— es buzo.David tiene la galantería de demostrar que se siente celoso y que no le interesansus hazañas submarinas. Quizá sea verdad.Después de cenar, David dice que necesita dar un paseo. A Catherine leparece bien.—Vete —dice alegremente—. No nos haces ninguna falta. ¡Stella y yopodemos arreglárnoslas sin ti!Stella se pregunta de dónde habrá sacado Catherine aquel nuevo tono devoz, animado, coqueto y absurdo. No puede haberlo causado el alcohol. Sea lo que
 
sea lo que ha tomado Catherine, la ha espabilado en lugar de embotarla. Esa fresca brisa química ha barrido varios estratos de ligera timidez, indecisión y adulación,temor u optimismo.Pero cuando Catherine se levanta para quitar los platos de la mesa salta a lavista que no está tan espabilada físicamente. Choca contra una esquina de la mesa.A Stella le recuerda a una tullida. Alguien a quien le han amputado una pequeñaparte del cuerpo, las yemas de los dedos de las manos y quizá también de los pies.Stella tiene que vigilarla y le quita los platos antes de que se le caigan.—¿Te has fijado en el pelo? —pregunta Catherine. Su voz sube y baja comouna noria; se sumerge y centellea—. ¡Se lo tiñe!—¿Te refieres a David? —replica Stella, realmente sorprendida.—Cada vez que lo piensa, echa la cabeza hacia atrás para que no puedasverlo de cerca. Supongo que le da miedo que tú comentes algo. Te tiene un poco demiedo. Pero parece muy natural.—No me había dado cuenta, la verdad.—Empezó hace un par de meses. Yo le dije: «David, no me importa.Empezabas a tener canas cuando me enamoré de ti. ¿Crees que me va a molestar aestas alturas?». El amor es algo muy extraño, hace cosas raras. David es unapersona realmente sensible, muy vulnerable. —Stella rescata un vaso de vino quese desliza de los dedos de Catherine—. Puede hacerte mezquino. El amor te hacemezquino. Si te sientes dependiente de alguien, te portas de forma mezquina. Esoes lo que le pasa a David.Con la cena han bebido hidromiel. Es la primera vez que Stella probaba estapartida de hidromiel casero y piensa que era muy bueno, seco y espumoso. Parecíachampán. Ve que ha quedado un poco en la botella. Como medio vaso. Se lo sirve,deja el vaso detrás de la batidora, enjuaga la botella.—Llevas una vida muy agradable —dice Catherine.—Sí, está bien. Sí.—Yo presiento que mi vida va a cambiar pronto. Quiero a David, pero llevodemasiado tiempo sumergida en este amor. Demasiado tiempo. ¿Comprendes loque te quiero decir? Cuando estaba en la playa mirando las olas me pregunté: «Mequiere, no me quiere». Lo hago muchas veces. Y de repente me puse a pensar. Lasolas no tienen fin, a diferencia de una margarita, o de mis pasos si empezara acontarlos hasta el final de la manzana. Las olas no se paran jamás. Y entonces
 
comprendí que me traían un mensaje.—Deja las cacerolas, Catherine. Ya las recogeré más tarde.¿Por qué no dice Stella: «Siéntate, me las arreglo mejor yo sola?» Es algoque ha dicho en numerosas ocasiones a otras personas menos torpes que Catherinecuando se ofrecían a ayudarla. No lo dice porque piensa que tiene que andarse concuidado. Catherine parece encontrarse en un estado inestable, demasiado delicado.El menor tropiezo podría traer graves consecuencias.—Me quiere, no me quiere —repite Catherine—. Así funciona,infinitamente. Eso es lo que trataban de decirme las olas.—Solo por curiosidad —dice Stella—. ¿Crees en la astrología?—¿Te refieres a que si me han hecho la carta astral? No, no, pero conozco apersonas que sí. Lo he pensado. Supongo que no acabo de creérmelo lo suficientepara gastarme dinero en eso. A veces miro el horóscopo en los periódicos.—¿Lees los periódicos?—Algunas partes. Me mandan uno a casa, pero no lo leo entero.—¿Y comes carne? En la cena has tomado cerdo.A Catherine no parece importarle que la interroguen, ni siquiera advierteque se trata de un interrogatorio.—Bueno, puedo vivir a base de ensaladas, sobre todo en esta época del año,pero como carne de vez en cuando. Soy una vegetariana muy poco estricta. Elasado estaba fantástico. ¿Llevaba ajo?—Ajo, romero y salvia.—Estaba riquísimo.—Me alegro.Catherine se sienta de repente y extiende sus largas piernas como unmarimacho, dejando que el vestido se cuele entre ellas. Hércules, que ha estadodurmiendo durante toda la cena en la cuarta silla, en el otro extremo de la mesa, daun salto con decisión y aterriza en su breve regazo.Catherine se echa a reír.—¡Qué gato más loco!—Si te molesta, échalo.
 
Ya libre de la necesidad de vigilar a Catherine, Stella se dedica a limpiar yamontonar los platos, lavar los vasos, recoger la mesa, sacudir el mantel, pasarlesun paño a las sillas. Se siente satisfecha y llena de fuerzas. Toma un sorbo dehidromiel. Le viene a la cabeza la melodía de una canción y no se da cuenta hastaque le salen unas palabras de que es la misma que cantaba antes David: «¡Cuánincierto el porvenir!».Catherine suelta un leve ronquido y sacude la cabeza bruscamente.Hércules no se asusta, pero busca una postura más segura, clavándole las uñas enel vestido.—¿He sido yo? —pregunta Catherine.—Te vendría bien un café —contesta Stella—. No deberías dormirte todavía.—Estoy cansada —replica Catherine, cabezona.—Ya lo sé, pero no deberías dormirte todavía. Espera un momento; voy aprepararte un café.Stella saca un paño del armario, lo empapa en agua fría y se lo pone aCatherine en la cara.—Ya verás qué bien te sienta. Sujétalo mientras yo preparo el café. Noquerrás desmayarte aquí mismo, ¿verdad? David se pondría pesadísimo. Diría queha sido por culpa del hidromiel, del asado o de mis guisos, o algo. Vamos,Catherine. En la cabina de teléfonos, David empieza a marcar el número de Dina. Depronto se acuerda de que es una conferencia. Tiene que llamar a la telefonista.Llama a la telefonista, pregunta cuánto va a costar la llamada, se saca todas lasmonedas de los bolsillos. Amontona un dólar y treinta y cinco centavos enmonedas de veinticinco y de diez centavos y las coloca sobre el estante. Vuelve amarcar. Le tiemblan los dedos. Se estremece, con una extraña sensación que lesube por las piernas, las tripas y el pecho. El primer repiqueteo del teléfono en elapartamento abarrotado de Dina le revuelve las entrañas. Es una locura. Empiezaa meter monedas.—Ya le indicaré cuándo debe depositar dinero —dice la telefonista—.¿Oiga? Ya le indicaré cuándo debe depositar dinero.Las monedas de veinticinco centavos caen tintineando en el depósito yDavid las recoge torpemente. El teléfono vuelve a sonar, en el tocador de la casa
 
de Dina, entre la maraña de maquillajes, medias, abalorios y cadenas, largospendientes con plumas, una boquilla absurda, una serie de juguetes mecánicos.David los ve: la rana verde, el pato amarillo, el oso marrón, todos del mismotamaño. Ranas y osos son iguales. También varios monstruos espaciales, copias delos personajes de una película. Cuando se les da cuerda, los juguetes van por elsuelo o la mesa de la casa de Dina, estrepitosos, bamboleándose, soltando chispaspor la boca. A ella le gusta echar carreras, o colocar un par de ellos de modo queacaben por chocar. Y entonces da chillidos, incluso gritos nerviosos, mientras los juguetes siguen su rumbo impredecible.—¿Oiga? No contestan.—Déjelo sonar un poco más.El baño de la casa de Dina está enfrente del vestíbulo. Lo comparte con otrachica. Si está en el baño, o en la bañera, ¿cuánto tardará en decidirse a coger elteléfono? David decide contar diez timbrazos más.—Siguen sin contestar, señor.Diez más.—¿Quiere llamar más tarde?David cuelga; se le ha ocurrido una cosa. Inmediatamente, con decisión,marca el número de información.—Dígame, ¿para qué ciudad?—Toronto.—Un momento.David pide el número de teléfono de un tal Michael Read. No, no conoce sudirección. Solo conoce el apellido, el apellido del último novio de Dina, con el quequizá aún no ha roto del todo.—En la guía no aparece ningún Michael Read.—Ya. Busque Reade, R-e-a-d-e.Existe un tal M. Reade, en Davenport Road. No Michael, pero al menos síM. Hay que comprobarlo. ¿Hay un tal M. Read? ¿Read? Sí. Sí, M. Read, que viveen Simcoe Street. Y otro M. Read, R-e-a-d, que vive en Harbord. ¿Por qué no se loha dicho antes?David tiene la corazonada de que es el de Harbord. No está demasiado lejos
 
del apartamento de Dina. La telefonista le da el número. David intentamemorizarlo. No tiene nada para apuntarlo. Piensa que es importante no pedirle ala telefonista que repita el número. No debe demostrar que está en una cabina sin bolígrafo ni lápiz. Le da la impresión de que sus pesquisas son demasiadoevidentes, desesperadas y furtivas, y de que en cualquier momento podríandesconectarle, impedirle que obtenga más información sobre M. Read o M. Reade,de Harbord o Simcoe o Davenport, o de donde sea.Tiene que volver a empezar desde el principio. El prefijo de Toronto. No, latelefonista. El número que ha memorizado. Rápido, antes de que pierda losnervios, o de que pierda el número. Si contesta ella, ¿qué va a decirle? Pero no esmuy probable que conteste ella, ni siquiera si está allí. Contestará M. Read.Entonces David tendrá que preguntar por Dina. Pero quizá no con su voz, nisiquiera con voz de hombre. Antes podía imitar diversas voces por teléfono. Hubouna época en que era capaz de despistar incluso a Stella.Quizá deba poner voz de mujer, chillona. O de niña, de hermanita pequeña.«¿Está Dina—¿Cómo dice, señor?—Nada. Perdone.—Está sonando. Ya le diré cuándo tiene que depositar monedas.¿Y si M. Read es una mujer? Nada parecido a Michael Read, sino MaryRead. Una anciana pensionista. Una chica profesional. ¿Para qué me telefonea?Acoso sexual. Y a llamar a información otra vez. Marcar el número de M. Read, deSimcoe. El de M. Reade de Davenport. Un número y otro número.—Lo siento, pero no contestan.El teléfono suena una y otra vez en el apartamento de M. Read, o en su casao habitación. David se apoya en el estante metálico, donde esperan las monedas.Un coche se ha parado en el aparcamiento junto a la tienda de bebidas. La parejaque va dentro lo está mirando. Es evidente que esperan para llamar por teléfono.Con un poco de suerte, el siguiente coche que aparezca será el de Ron y Mary.Dina vive encima de una tienda que importa productos de la India. Su peloy su ropa siempre huelen a curry, nuez moscada e incienso, todo ello acompañadopor lo que David considera su olor natural, a cigarrillos y hachís y sexo. Dina llevael pelo teñido de negro muy oscuro. Las mejillas exhiben dos brochazos de uncolor vivo y a veces los párpados son de un rojo ladrillo. En una ocasión hizo unaprueba para una película que rodaban varias personas que conocía. No le dieron el
 
papel por sus remilgos a la hora de meterse una rata domesticada entre las piernas.Ese fracaso la humilló.David está sudando; no quiere sorprenderla, pero sí pillarla allí como sea,oír su joven voz ronca, con aquel temblor involuntario, las insistentesobscenidades. Solo oírla, en este momento, significaría que lo ha engañado. Claroque lo ha engañado. Lo hace continuamente. Si le contestara (casi ha olvidado queseguramente contestará M. Read) podría gritarle, insultarla, y de sentirsesuficientemente miserable —y sin duda así se sentiría— podría suplicarle. Élaceptaría con agrado cualquier posibilidad. Cualquiera. Durante la cena, mientrashablaba animadamente con Stella y Catherine, no había parado de escribir elnombre de Dina con un dedo, por debajo de la mesa de madera.La gente no tolera esta clase de sufrimiento, y ¿por qué habría de hacerlo? Elque sufre ha de renunciar a la simpatía de los demás, a la dignidad y a soportar ladesolación. Y encima la gente no duda en decirte que no es verdadero amor. Esosarrebatos de deseo y dependencia y adoración y perversidad, transformacionesvoluntarias pero terribles... eso no es auténtico amor.Stella siempre le decía que a él no le interesaba el amor. «Ni siquiera el sexo.Creo que ni siquiera te interesa el sexo, David. Me parece que lo único que teimporta es ser un chicazo malo.»El verdadero amor... Sería seguir viviendo con Stella o continuar conCatherine. Una persona que supuestamente conoce bien el Verdadero Amorpodría ser Ron, el de Mary.David sabe lo que se hace. Piensa que es lo más interesante del asunto, y asílo dice. Sabe que Dina en realidad no es tan pérfida, ni tan codiciosa, ni tanperdida como ella se empeña en aparentar, o como se empeña en aparentar aveces. Dentro de diez años no acabará destrozada por su vida de crápula, ni seráuna puta de lujo. Será una mujer con un montón de niños pequeños en lalavandería. La encantadora palabra
ramera
 , tan anticuada, con la que él la define,en realidad no se le puede aplicar; no le pega más que
hippie
a Catherine, unapersona en la que ahora no puede ni pensar. Sabe que tarde o temprano, si Dinadeja que su disfraz se cuartee, como le ocurrió a Catherine, él tendrá que seguir sucamino. David tendrá que hacerlo de todos modos: seguir su camino.Sabe todo esto y se observa, y el conocimiento y la observación no ejercenningún efecto en el estremecimiento de sus entrañas, en las fogosas glándulassudoríparas, en sus enardecidos ruegos.
 
—¿Oiga? ¿Podría seguir intentándolo? El asilo al que fueron antes se llama Asilo del Bálsamo de Judea. Tiene esenombre por los árboles de balsamea, de la familia de los álamos, que abundan aorillas del lago. Una enorme residencia de piedra construida por un millonario enel siglo XIX, ahora afeada con las rampas y las escaleras de incendios.Las voces procedentes de las numerosas sillas de ruedas que había en elcésped reclamaban la presencia de Stella. Ella respondía gritando nombres, ibaaquí y allá para estrechar manos y repartir besos. Revoloteaba de un lado a otrocomo un colibrí gordo.Cuando volvió con David iba cantando: 
Soy tu dulce alegría,tu rayito de sol,tu estrella del día,tu gran amor.
 Ya sin aliento, dijo:—La verdad, todo sigue igual. No creo que encuentres a papá muycambiado, salvo que está completamente ciego.Llevó a David por los pasillos pintados de verde, con techos falsos (quereducen los gastos de calefacción), cuadros baratos, olores a desinfectante y a otrascosas. En el porche trasero estaba su padre, solo, arropado con mantas, atado a lasilla de ruedas para que no se cayera.Su padre dijo:—¿David?El sonido pareció salido de una cueva húmeda de las profundidades de sucuerpo, como si no lo hubiera modulado con los labios ni las mandíbulas ni lalengua. No se le vio mover nada. Ni siquiera la cabeza.Stella se puso detrás de la silla y le rodeó el cuello con los brazos. Le acariciócon delicadeza.
 
—Sí, es él, papá —contestó—. ¡Has reconocido sus pisadas!Su padre no replicó. David se inclinó para tocar las manos del anciano, queno estaban frías como él esperaba, sino calientes y muy secas. Le puso entre ellas la botella de whisky.—Cuidado. No puede sujetarla —avisó Stella con dulzura.David siguió agarrando la botella mientras Stella acercaba una silla para quepudiera sentarse enfrente de su padre.—El mismo regalo de siempre —explicó David.Su suegro emitió un ruido, como para dar a entender que comprendía.—Voy a buscar unos vasos —dijo Stella—. Está prohibido beber fuera, peronormalmente consigo que se salten un poco las normas. Les diré que es unaocasión especial.Para acostumbrarse a mirar a su suegro, David intentó pensar en él como sise tratara de un ser posthumano, algo nuevo en la especie. La supervivencia nosolo le había preservado; le había transformado. La piel gris azulada con manchasazul oscuro, los ojos blanquecinos, un cuello nervudo con delicadas y profundasdepresiones, como un jarrón de cristal ahumado. Por aquella garganta ascendieronmás sonidos, una tentativa de conversación. Sonaba el núcleo de cada sílaba, unavocal arrastrada que apenas se mantenía en pie gracias a las consonantes.—¿El tráfico... muy malo?David le describió el estado de la autopista y las carreteras secundarias. Lecontó a su suegro que hacía poco había comprado un coche, un coche japonés. Ledijo que al principio no había podido alcanzar ni por asomo la velocidad queprometía la propaganda, pero que protestó, insistió y devolvió el coche a la tienda.Habían hecho varios cambios y actualmente la situación había mejorado y él estabacontento, pero nada que ver con lo que le habían prometido.La conversación pareció agradarle al viejo. Daba la impresión de seguirla.Asentía, y en su rostro alargado, azulenco y posthumano aparecieron vestigios deantiguas expresiones. Una expresión de preocupación, astucia y dignidad,suspicacia hacia los anuncios, los coches extranjeros y los vendedores de coches.Incluso había trazas de duda —como en los viejos tiempos— sobre la posibilidadde que David supiera manejar tales cosas. Y de alivio porque él sí había sidocapaz. David siempre estaría aprendiendo a ser hombre, algo que quizá nuncalograría; nunca alcanzaría estabilidad y dominio, una perspectiva de vida decente.
 
David, que prefería la ginebra al whisky, leía novelas, no comprendía el mercadode valores, hablaba con las mujeres y había empezado su vida laboral comoprofesor. David, que siempre había tenido coches pequeños, extranjeros. Pero todohabía cambiado. Los coches pequeños no significaban lo mismo que antes. Inclusoallí, en los acantilados del lago Hurón, al final de la vida, un hombre que no podíasujetar nada con las manos ni ver nada había experimentado ciertastransformaciones, había comprendido ciertos cambios.—¿Has oído hablar del... Lada?Por suerte, da la casualidad de que un colega de David tiene un Lada, y hasufrido el aburrimiento de muchos almuerzos y descansos discutiendo sobre lospuntos fuertes y débiles de este coche y la dificultad a la hora de comprarrecambios. David se lo contó, y su suegro pareció quedar satisfecho.—Gray. Dort. Un coche de primera... El mejor: Yonge Street. Noventa ycinco kilómetros. Noventa y cinco kilómetros... ah... eh... por hora.—Te aseguro que nunca ha conducido un Gray-Dort por Yonge Street anoventa y cinco kilómetros por hora —dijo Stella mientras se dirigían a la salidapor los pasillos verdes tras llevar a su padre y la botella a la habitación ydespedirse de él—. Nunca. ¿Y qué Gray-Dort? Dejaron de fabricarlo mucho antesde que tuviera dinero suficiente para comprarse un coche. Y nunca se hubieraarriesgado a conducir el de otra persona. Son imaginaciones suyas. Ha llegado aun estado en que le gusta recrear las cosas, modificar el pasado de manera quecualquier cosa que desea que hubiera ocurrido haya ocurrido en la realidad. ¿Teimaginas que nosotros también llegáramos a ese estado? ¿Con qué soñarías tú,David? ¡No, no me lo digas!—¿Y tú? —replica David.—¿Que tú no te hubieras marchado? ¿Que no hubieras querido marcharte?¿A que eso es lo que tú crees? Pero ¡yo no estoy tan segura! A papá le haencantado verte, David. Para él, un hombre es más importante. Supongo que sipensara en los dos, en ti y en mí, debería ponerse de mi parte, peroafortunadamente no tiene que pensarlo.En el asilo Stella parecía haber recuperado parte de la elasticidad y elatractivo de otras épocas. Las atenciones para con su padre, e incluso para con los batallones de las sillas de ruedas, devolvieron cierta elegancia a sus movimientos,cierta melancolía a su voz. David conservaba una imagen de ella tal y como erahacía doce o quince años. La vio atravesando el césped en una fiesta en una casa de
 
las afueras, con una cacerola en las manos. Llevaba un vestido veraniego. Enaquellos días no paraba de decir que estaba demasiado gorda para llevarpantalones, a pesar de que no estaba ni la mitad de gorda que ahora. ¿Por qué legustaba tanto esta imagen? Stella cruzando el césped, con el pelo iluminado por elsol —las canas solo contribuían a darle un tono rubio ceniza— y los hombros bronceados, desnudos, saludando a gritos a sus vecinos, riendo, quejándose dealgún desastre culinario. Naturalmente, la comida que llevaba era estupenda, y nosolo llevaba comida, sino el espíritu deseable en una fiesta de vecinos. Con suarrolladora sociabilidad, siempre era el centro. David no se enfadaba, aunque aveces esas cualidades de Stella le irritaban. Su fogosidad y vivacidad, suexageración, su deseo de agradar con aquella expresión ingenua y jocosa lemolestaban. Para entretener a los demás la había oído entresacar historias de suvida en común: los contratiempos y provocaciones cotidianas de los niños, lo delgato en la consulta del veterinario, la primera resaca de su hijo, la crueldad delcortacésped eléctrico, el empapelado del vestíbulo de arriba. Una esposaencantadora, una persona fantástica en las fiestas, con una forma muy curiosa dever las cosas. A veces era divertidísima. «Tu mujer es divertidísima.»Bueno, David perdonó a Stella —la quería— mientras cruzaba el césped. Enaquel momento acariciaba con el pie descalzo la pantorrilla fría, morena, afeitada yrasposa de una vecina que acababa de salir de la piscina y se había puesto unalbornoz largo de color escarlata que ocultaba su cuerpo. Una mujer de pelooscuro, sin hijos, fumadora empedernida, muy dada —al menos en aquella etapade su relación con él— a seductores silencios. (Aquella fue la primera, la primeramientras estuvo casado con Stella. Rosemary. Un nombre dulce y oscuro, aunqueal final resultara una mujer chillona y trivial.)No era solo eso. El inesperado gozo con Stella tal y como era, la inusitadasensación de estar en paz con ella, no arrancaban simplemente de eso, de laactividad ilícita del dedo gordo del pie. Parecía algo profundo, aquella revelaciónsobre Stella y él: que al fin y al cabo estaban unidos, y que mientras pudieraexperimentar tal benevolencia hacia ella, lo que hiciera en secreto contaba en ciertomodo con su beneplácito.Al final descubrió que Stella no compartía esa idea en absoluto. Y noestaban tan unidos, o si lo estaban se trataba de un vínculo que David tuvo queromper. «Llevamos tanto tiempo juntos... ¿No podríamos olvidarlo?», dijo Stellaen una ocasión, tratando de restarle importancia. No entendía entonces, yprobablemente aún no lo entendía, que esa era una de las cosas que lo hacíaimposible. Aquella mujer de pelo blanco que caminaba a su lado por el pasillo del
 
asilo arrastraba un gran peso, el peso no solo de los secretos sexuales de David,sino de sus especulaciones nocturnas sobre Dios, sus dolores psicosomáticos en elpecho, sus problemas digestivos, sus proyectos de huida, que antaño la incluían aella, a África o Indonesia. Toda su vida corriente y extraordinaria —inclusoalgunas cosas que difícilmente podía saber Stella— parecía almacenada en ella. Jamás podría sentirse a gusto, ni experimentar una expansión secreta y victoriosa,con una mujer que sabía tanto. Estaba hinchada con todos aquellos secretos. Noobstante, David rodeó a Stella con los brazos. Se abrazaron, ambos de buena gana.Una chica joven, china o vietnamita, menuda como una niña con suuniforme verde claro, pero con maquillaje en labios y mejillas, venía por el pasilloempujando un carrito. En el carrito había vasos de plástico y jarras también deplástico con zumo de naranja y de uva.—¡La hora del zumo! —gritaba la chica, con un sonsonete grato e indiferente—. La hora del zumo. Naranja. Uva. ¡El zumo!No reparó en David y Stella, pero ellos se soltaron y siguieron andando.David se sintió ligera, muy ligeramente incómodo porque una chica tan guapa ytan joven le hubiera visto abrazado a Stella. No fue una sensación importante —solo le pasó rozando—, pero mientras David le abría la puerta Stella dijo:—No te preocupes, David. Podría ser tu hermana. Podrías haber estadoconsolando a tu hermana mayor.—La famosa madame Stella, capaz de leer el pensamiento.Era extraño que ambos dijeran estas cosas. Antes hacían comentarioscrueles, hirientes, y al mismo tiempo daban a entender que les divertían un poco,que lo decían desapasionadamente, incluso con dulzura. Pero aquel tono que antesfingían había calado hasta lo más profundo en sus fuertes sentimientos, y lacrueldad, si bien no transformada, parecía rancia, inútil, afectada. Al cabo de una semana, más o menos, mientras arregla el cuarto de estar,preparándose para la reunión de la sociedad histórica que se va a celebrar en sucasa, Stella encuentra la foto, una instantánea Polaroid. David se la ha dejado alfinal; la ha escondido, aunque no muy bien, tras las cortinas que cuelgan de unextremo de la alargada ventana del cuarto de estar, en el lugar donde hay quecolocarse para ver el faro.El sol la ha descolorido, naturalmente. Stella se queda mirándola, con eltrapo del polvo en la mano. Hace un día precioso. Las ventanas están abiertas,
 
tiene la casa agradablemente ordenada, y en la cocina se hace a fuego lento una buena sopa de pescado. Observa que la piel negra de la fotografía se ha vuelto gris.Un gris azulado o verdoso. Recuerda lo que dijo al verla. Dijo que eran líquenes.No, que parecían líquenes. Sin embargo, enseguida comprendió qué era. Ahorapiensa que ya lo sabía en el momento en que David se metió la mano en el bolsillo.Notó que se le abría la vieja cavidad. Pero se contuvo. Dijo: «líquenes». Y resultaque sus palabras se han hecho realidad. El contorno del pecho ha desaparecido. Yano se distinguen las piernas como tales. El negro se ha vuelto gris, el color seco ysuave de una planta que se nutre misteriosamente sobre las piedras.Es culpa de David. La había dejado allí, al sol.Las palabras de Stella se han hecho realidad. Esta idea le volverá una y otravez a la cabeza: una pausa, un latido perdido, una interrupción brusca en el fluirde los días y las noches mientras continúa viviendo.
 
 
MONSIEUR LES DEUX CHAPEAUX
—¿Ese de ahí fuera es tu hermano? —preguntó Davidson—. ¿A qué juega?Colin se acercó a la ventana para ver qué hacía Ross. No gran cosa. Rossllevaba la podadora y estaba cortando la hierba que llegaba hasta la puerta delcolegio, junto a la acera. Trabajaba a un ritmo normal y parecía prestar atención asu tarea.—¿A qué juega? —repitió Davidson.Ross llevaba dos sombreros. Uno era la gorra con visera verde y blanca quese había comprado el verano anterior en la tienda de los piensos, y el otro, que sehabía puesto encima, el de paja rosada, viejo y blando, que se ponía su madre en el jardín.—A mí que me registren —contestó Colin. Davidson iba a pensar queestaba haciéndose el loco—. ¿Quieres decir que por qué lleva dos sombreros? Nolo sé. En serio. Quizá no se haya dado cuenta.Esto ocurría en el despacho del director, durante las horas de clase, elviernes por la tarde; las secretarias inclinadas sobre las mesas, pero prestandooídos. En aquel momento Colin tenía una clase de gimnasia —acababa de entraren el despacho para averiguar qué pasaba con un chico que se había marchadomedia hora antes alegando que se sentía mal—, y no esperaba encontrar aDavidson rondando por allí. No estaba preparado para dar explicaciones ennombre de Ross.—¿Es muy despistado? —preguntó el director.—No más de lo normal.—A lo mejor es para hacerse el gracioso. —Colin guardó silencio—. Yotambién tengo sentido del humor, pero no puedes hacerte el gracioso con los niños.Ya sabes cómo son. Ya tienen suficiente de qué burlarse como para ofrecerles más.Cualquier cosa les sirve de excusa para distraerse, y ya sabes lo que pasa entonces.—¿Quieres que vaya a hablar con él? —preguntó Colin.—Déjalo de momento. Seguramente ya estarán pendientes de él dos o tresaulas, y así solo conseguiríamos llamar más la atención. Si alguien tiene que hablar
 
con él, que sea el señor Box. Por cierto, el señor Box me ha hecho ciertoscomentarios sobre él.Coonie Box era el portero del colegio, que había contratado a Ross para quese ocupara de la limpieza de los patios que se hacía todas las primaveras.—¿Qué? —replicó Colin.—Dice que tu hermano va un poco a su aire.—¿Cumple bien con su trabajo?—No me ha dicho lo contrario. —Davidson le dirigió a Colin una de sussonrisas sesgadas de perdonavidas, tan imitadas—. Solo que le gusta serindependiente. Colin y Ross se parecían bastante; eran altos, como su padre, y de pelo rubioy piel blanca, como su madre. Colin tenía una constitución atlética y una actitudtímida y severa. Ross, aunque más joven, tenía la cintura blanda, y aspecto defracasado.Y una expresión que parecía impúdica e inocente a la vez.Ross no era retrasado. En el colegio se había mantenido al mismo nivel quelos de su edad. Su madre decía que era un genio de la mecánica, pero a nadie másse le ocurría exagerar tanto.—¿De modo que Ross está acostumbrándose a levantarse por las mañanas?¿Hay despertador? —preguntó Colin a su madre.—Tienen suerte de que trabaje para ellos —replicó Sylvia.Colin no sabía si la encontraría en casa. Sylvia era auxiliar de enfermera yhacía guardias en el hospital, y cuando no estaba trabajando, solía salir. Teníamuchos amigos y compromisos.—Y tú tienes suerte de que esté en casa —añadió Sylvia—. Esta semana y lasiguiente trabajo en el turno de madrugada, pero normalmente voy después a casade Eddy para hacerle un poco de limpieza.Eddy era el novio de Sylvia, un hombre atildado de setenta años, dos vecesviudo, sin hijos y con mucho dinero, propietario de un garaje y vendedor de coches jubilado, que sin duda podía permitirse el lujo de contratar a alguien para que lelimpiara la casa. Además, ¿qué sabía Sylvia de cuidar casas? Había dejado puestotodo el verano el plástico que colocaba en invierno sobre las ventanas de la fachada
 
principal para evitarse la molestia de volver a instalarlo. La mujer de Colin,Glenna, decía que le producía la misma sensación que unas gafas sucias: no losoportaba. Y la casa —la misma casa baja de ladrillos en la que habían vividosiempre Sylvia, Ross y Colin— estaba tan llena de muebles y trastos que algunashabitaciones eran más bien pasillos. La mayoría de las superficies estabanatestadas de revistas, periódicos, bolsas de plástico y de papel, catálogos, octavillasy prospectos de ofertas ya pasadas, en algunos casos de tiendas que habían cerradoo de productos que habían desaparecido del mercado. En cualquier cenicero oplato de adorno encontrabas un par de botones, llaves, cupones recortados queprometían descuentos de diez centavos, un pendiente, una cápsula para elresfriado en su envoltorio de plástico, una pastilla de vitaminas casi reducida apolvo, un cepillo de rímel, una pinza para la ropa, rota. Y los armarios estabanllenos de líquidos y abrillantadores de todas clases, no de los normales que secompran en las tiendas, sino de productos supuestamente de eficacia única yasombrosa que se encargan en reuniones especiales. Sylvia siempre estabaarruinada por tener que pagar todas las cosas que encargaba en estas reuniones:cosméticos, sartenes y cacerolas, utensilios para el horno, cuencos de plástico. Leencantaba celebrar estas reuniones en su casa e ir a las de otras personas, y tambiénofrecer fiestas de bodas, de bautizos y de despedida para las compañeras quedejaban el hospital. Allí, en aquellas habitaciones abarrotadas, había ofrecido unahospitalidad improvisada, pero con ilusión.Echó agua sobre el café soluble que había en las tazas, tras enjuagarlas unpoco en el fregadero.—¿Ha hervido? —preguntó Colin.—Casi.Sacó unas galletas de melcocha rosas y blancas de un paquete de plástico.—Le he dicho a Eddy que necesitaba la tarde libre. Está empezando apensar que manda sobre mí o algo parecido.—Pues no debe hacerlo —replicó Colin.Con respecto a los novios de su madre, Colin normalmente adoptaba ciertotono crítico.Sylvia era una mujer baja, de cabeza grande —el pelo canoso y sueltocontribuía a que pareciera aún más grande— y caderas y hombros anchos. Uno desus novios le decía que parecía un elefantito, y ella se lo tomaba —al principio—como algo afectuoso. Colin pensaba que su tipo y su expresiva cara de piel

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