hecho, dicho y pensado para comprobar si a Él le cuadraba bien la suma. La gentepiensa que esa clase de vida es monótona, pero es porque no la entienden. Paraempezar, semejante vida nunca puede resultar aburrida, y no te pasa nada de loque no saques algún provecho. Aunque te abrumen los problemas, estés enfermo yseas pobre y feo, te queda el alma, que conservas durante toda la vida como untesoro. Al subir a rezar después de comer, mi madre rebosaba de fuerza yesperanza y sonreía plácidamente.Se salvó en un campamento, a los catorce años. Ese fue el verano en quemurió su madre, mi abuela. Durante varios años mi madre asistió a reuniones conotras muchas personas que también habían sido salvadas, salvadas una y otra vez,antiguos pecadores conversos. Contaba anécdotas sobre lo que ocurría en aquellasreuniones, las canciones, los gritos, el desenfreno. Me contó que un día un ancianose levantó y chilló: «¡Baja, oh, Señor, baja hasta nosotros! ¡Baja por el tejado y yopagaré la reparación!».Había vuelto a la religión anglicana, muy en serio, cuando se casó. Teníaveinticinco años, y mi padre treinta y ocho. Una pareja simpática, altos los dos, buenos bailarines, buenos jugadores de cartas, muy sociables. Pero personas serias;así los definiría yo. Con una seriedad que ya apenas nadie mantiene. Mi padre noera religioso en el mismo sentido que mi madre. Era anglicano y conservador,porque así le habían educado. El fue el hijo que se quedó en la granja con suspadres para cuidarlos hasta que murieron. Conoció a mi madre, la esperó, secasaron; entonces se consideró afortunado por tener una familia para la quetrabajar. (Tengo dos hermanos, y una hermana que murió al poco de nacer.) Estoyconvencida de que mi padre no se acostó con ninguna mujer antes de mi madre, nitampoco con ella hasta que se casaron. Y tuvo que esperar, porque mi madre noquería casarse antes de haberle pagado a su padre hasta el último centavo quehabía gastado desde que muriera su madre. Llevaba la cuenta de todo —alojamiento, libros, ropa— para devolverlo. Cuando se casó, no tenía ahorrillos,como la mayoría de los maestros, ni ajuar, ni sábanas, ni vajilla. Mi padre solíadecir, con expresión sombría y jocosa, que él habría querido encontrar a una mujercon dinero en el banco. «Pero si aceptas el dinero del banco, también tienes queaceptar la suerte que lo acompaña, y a veces no es ninguna ganga», añadía.La casa en la que vivíamos tenía habitaciones grandes y altas, con persianasde color verde oscuro. Cuando estaban bajadas para protegernos del sol, megustaba mover la cabeza para ver los destellos de luz por los agujeros y las ranuras.Otra cosa que me gustaba mirar era las manchas de la chimenea, las antiguas y lasrecientes, que yo transformaba en animales, caras de personas, incluso ciudades